Sexo y género: «Cállate o di algo mejor que el silencio»
Se han apoderado de la lengua común una serie de politiquetes y de parlantes en medios públicos, que embrutecen a los ciudadanos con palabras mal utilizadas, cuando no inventadas
Así hablaba Pitágoras, filósofo griego, en el siglo VI a.C. Eso deberían hacer muchos políticos y medios de comunicación, pues asistimos a una manipulación lingüística y comunicativa sin precedentes, por su parte.
Confunden a los ciudadanos utilizando ridículos eufemismos, aplican preposiciones o sufijos griegos de forma incorrecta, mostrando su ignorancia absoluta de la lingüística y de la gramática.
Quizá el más cutre y ñoño es el uso de «género» para referirse al sexo de las personas. Hay incluso numerosos cuestionarios de distintos ámbitos, que preguntan torpemente ¿cuál es tu género? Y claro, no dan la opción a decir «género vegetal, animal o mineral». Algo distinto es el género gramatical.
Sexo y género no son palabras sinónimas. Ni siquiera tendrían por qué tener una relación directa. El término género, procede de los términos «genos», griego, y genus, latino y significan ambos «clase, especie, categoría». Son términos de amplio significado y, por tanto, de fructíferas derivaciones en las lenguas posteriores. El género gramatical de las palabras, no tiene nada que ver con el sexo de las personas. Tiene que ver con fases ancestrales del origen del lenguaje humano. Cómo cada grupo de hablantes percibía las cosas a las que se les atribuía un nombre. Esto, normalmente, se ha mantenido, a través de los siglos, pues, cuando se trata de comunicación, cuanto menos retorcidas las cosas, mejor. Por ejemplo, en latín, la palabra fuego «ignis» es de género masculino, mientras que en griego «piro» es de género neutro. En alemán la luna «der Mond» es de género gramatical masculino y el sol «die Sonne» es femenino. Pero los politiquillos palurdetes y de mente estrecha, se empeñan en reducirlos al sexo de las personas. Existen tres géneros gramaticales, y dos sexos. Y no hay problema en decir violencia sexista o poner en un cuestionario la palabra sexo.
Tampoco tiene nada que ver con el sexo la terminación de los vocablos: lo que termina en “a” no tiene por qué ser femenino. Un hombre es poeta (el femenino es poetisa), porque procede de los nombres masculinos terminados en «a» de las Lenguas Clásicas, como atleta, estratega, profeta o idiota (que en griego se refería al ciudadano no político) y aquellos nombres de profesión, que en su origen eran desempeñadas sólo por varones, pueden aplicarse a una mujer en el mismo puesto, como jefe de departamento o médico, ya que el masculino en castellano es el término ambivalente para ambos sexos, mientras que el femenino, es excluyente expresamente del masculino, es decir, el femenino es el término marcado o importante, dentro de la lengua. Justo lo contrario del uso del mal llamado «lenguaje inclusivo».
Cansados estamos de escuchar a políticos, que mutilan o distorsionan el significado de las palabras, acomodándolas a su perpetua incultura.
No han estudiado latín, y de los griegos…no saben ni que son los instauradores de la democracia ¿Cómo van a saber que la palabra «gen» procede de la misma que género? Y no es que sea exigible que todos sepan griego, pero sí algo de latín, al menos, para no tener que oír a la titular de Igualdad, pretendiendo crear al mismo tiempo un nuevo sexo y un género gramatical, que ella misma no entiende.
La Real Academia de la Lengua Española debería servir de guía lingüística, segura y clara, para todos. Debería corregir a los políticos y a los medios. Quizá sugerirles que aprendan latín, sin miedo a parecer carca, desfasado o «políticamente incorrecto». La vieja excusa de que «el hablante hace la lengua», no es exacta: las lenguas tienen una evolución histórica natural. Por ejemplo, del latín al castellano. Una trayectoria gestada durante largos siglos. Esto es bueno para la función primera del lenguaje, que es la comunicación. La manipulación retorcida y masiva de los términos castellanos, la admisión de palabras con faltas de ortografía, o engendros absurdos, o la perversión de los matices de las palabras, la aplicación de pronombres o preposiciones como «auto o ex», a cualquier sustantivo, adjetivo o verbo que se cruce por el camino, no es más que otro síntoma de la grave enfermedad cultural y lingüística que padece nuestra sociedad. Se han apoderado de la lengua común una serie de politiquetes y de parlantes en medios públicos, que embrutecen a los ciudadanos con palabras mal utilizadas, cuando no inventadas, y expresiones grotescas que muestran más complejos personales y políticos que ideas lógicas y racionales.
Decía el filósofo griego Platón que «el precio de desentenderse de la política es el ser gobernado por los peores hombres». Tomemos nota los ciudadanos.
María Dolores Muñoz es profesora de Griego y de Oratoria