Soplar y sorber

El caso de la Manada demuestra que los políticos buscan siempre a los culpables en otro sitio

Alberto García Reyes

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Uno de los principales señuelos del populismo consiste en hacer creer al pueblo que todas las opiniones valen lo mismo y que el derecho al voto no sólo nos iguala en las urnas, sino en cualquier otro ámbito de la vida. Para quienes viven de la algarada siempre ha sido un problema la diversidad social porque impide el aborregamiento y el control de las masas desde el poder. Y la mejor manera de diluir el avance de las libertades es conseguir que la turba desprecie a las instituciones. Si logran que la Justicia sea vista como un lugar de compadreo, acabarán imponiendo su dominio dialéctico. Es decir, serán ellos quienes impongan las condenas. Y nosotros nos convertiremos en sus vasallos. Así funciona esta estafa. Por eso la política ha ahuyentado de manera irreversible a las personas con capacidades superiores.

La reacción de la multitud a la polémica sentencia de «La Manada» es positiva, aunque los opinadores sean unos perfectos ignorantes en la materia, siempre que quede clara la diferencia entre los juicios pasionales y los estrictamente técnicos. Discrepar de una resolución judicial sin conocer los detalles del proceso es tan legítimo como hacerlo del sistema de juego de la Selección Española sin ser entrenador. El problema viene cuando el discrepante lego cree que su opinión es vinculante. Y en ese disparate están intentando pescar los políticos. Porque ellos son los primeros que participan en esa confusión tan humillante para quienes se dejan media vida formándose hasta tomar su primera decisión profesional.

Estos días hemos asistido a un carrusel de declaraciones de altos cargos de todos los partidos habidos y por haber denunciando la liviandad de la condena a los cinco verracos sevillanos que abusaron ominosamente de una joven en los sanfermines. Y ninguno de ellos ha hecho la menor autocrítica. Todos han disparado sin rubor a los magistrados que han emitido el fallo sin preguntarse si quiera cuál es su propia responsabilidad en todo esto. Eso es lo triste. Los jueces pueden equivocarse, claro, como todo el mundo. Pero por definición son estrictamente unos profesionales que, a partir de su superior conocimiento jurídico sobre los demás, aplican las leyes que aprueba el poder ejecutivo. Es decir, si la condena es leve con respecto a los hechos probados, a lo mejor es porque el código penal vigente no está a la altura de la realidad social, cosa de la que sólo tienen culpa los diputados que atacan impunemente ahora a los jueces. ¿En quién confiamos entonces los ciudadanos? Los mismos que le niegan a los padres de Marta del Castillo la imposición de una pena más dura contra quien violó, mató y se deshizo del cadáver de su hija sin confesar dónde lo dejó, piden en este caso mayor castigo a «La Manada». Pero si tienen razón ahora, que yo creo que la tienen, no la tenían antes. Esa es la verdadera catástrofe: que los políticos de hoy no son «primus inter pares», sino vulgares gritones abrigados por la masa, oportunistas sin criterios sólidos. No son líderes. Son caceroleros. Porque sólo aspiran al peor vicio del poder: mandar sin decidir. Soplar y sorber a la vez.

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