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Soledad

Becerril está ya en ese punto de la historia en que no espera nada de la política. Ni de los políticos, habría que añadir

Javier Rubio

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Hay un momento terrible en la vida de una política pionera como Soledad Becerril que ella misma se encargaba de subrayar en la entrevista del domingo con el compañero Jesús Álvarez: en la madrugada todavía del 30 de enero, antes de que empiece a alborear ... la mañana, la alcaldesa entra en el Ayuntamiento encendiendo las luces de las estancias por las que va pasando hasta llegar a su despacho, seguida sólo por un bedel. Alberto Jiménez Becerril y su mujer, Ascensión García Ortiz, yacían en la morgue, retirados del húmedo adoquín por el juez de guardia. Qué mejor ilustración de la soledad de un político que ese angustioso instante en el que, una por una, tiene que prender las luces para orientarse. No hay metáfora posible que esté a la altura de la mostrenca realidad que encierra la escena: el delfín asesinado, su familia destrozada, la ciudad todavía ajena a la tragedia y todos los ojos pendientes del liderazgo político en un momento así.

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