Soledad
Becerril está ya en ese punto de la historia en que no espera nada de la política. Ni de los políticos, habría que añadir
Hay un momento terrible en la vida de una política pionera como Soledad Becerril que ella misma se encargaba de subrayar en la entrevista del domingo con el compañero Jesús Álvarez: en la madrugada todavía del 30 de enero, antes de que empiece a alborear ... la mañana, la alcaldesa entra en el Ayuntamiento encendiendo las luces de las estancias por las que va pasando hasta llegar a su despacho, seguida sólo por un bedel. Alberto Jiménez Becerril y su mujer, Ascensión García Ortiz, yacían en la morgue, retirados del húmedo adoquín por el juez de guardia. Qué mejor ilustración de la soledad de un político que ese angustioso instante en el que, una por una, tiene que prender las luces para orientarse. No hay metáfora posible que esté a la altura de la mostrenca realidad que encierra la escena: el delfín asesinado, su familia destrozada, la ciudad todavía ajena a la tragedia y todos los ojos pendientes del liderazgo político en un momento así.
Soledad Becerril está ya en ese punto de la historia en que no espera nada de la política. Ni de los políticos, habría que añadir. Presenta libro de memorias –ayer, «Años de Soledad»– y una hoja de servicios a la democracia impecable. No sólo como primera ministra, primera alcaldesa de Sevilla y primera Defensora del Pueblo, sino también desde la sociedad civil, en aquellos años liminares en que cundía la sensación de que no todo estaba perdido. Ha ido por delante de nosotros en muchos aspectos y ahora nos espera en un recodo del camino. Ha vivido muchas soledades (políticas, profesionales y personales) con la elegancia que da saber que los éxitos se festejan en equipo y los fracasos se rumian en solitario.
Siempre me pareció que Soledad Becerril, como alcaldesa, era un lujo que la ciudad no podía permitirse. Un refinamiento cultural, político y estético para el que no estaba preparada ni hace veinticinco años ni ahora. Alguien que llegó a la Alcaldía con una «Idea de Sevilla» y que braceó contracorriente para ponerla en pie merecía mejor suerte que la que la ciudad le deparó. Nosotros nos lo perdimos, porque en el cambio salimos perdiendo no sabemos cuánto. Aquellos días de junio de 1995, Soledad experimentó el sentimiento que lleva por nombre, cuando ni su propio partido entendió que antepusiera valores e ideales.
Personalmente, me quedo con otro momento de soledad del que, siempre tan comedida, nunca ha hecho bandera. Aquel día que le dejaron sobre la mesa de la Alcaldía el plan de evacuación de la ciudad de Sevilla –enfermos y ancianos, primero– si no llovía en los meses siguientes a aquel fatídico verano de 1994. Es de ese tipo de decisiones que un político afronta en soledad sin traspasar la responsabilidad. Soledad lo hizo: el pantano de Melonares debería llevar su nombre en agradecimiento.
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