Soledad

Cuando yo te conocí, ya estabas tan acompañado, a cualquier hora, que incluso había centinela nocturna en los candelechos y en el sombrajo de la era

Antonio García Barbeito

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Cuando yo te conocí, muestrario de mis asombros más espectaculares, sonora belleza de mis primeras imágenes literarias, prudente hermosura toda hecha rastrojos o, si de regadío, fresco verdor; altísima osadía temblona en el pimpollo de los chopos. Cuando yo te conocí, olor a manchón —que si poleo, que si mastranto—, muda sonaja de ramas cuajadas de aceitunas; apretada ambrosía de los racimos haciéndose bajo una camisería de hojas en la cepa. Cuando yo te conocí, invisible sábana de fuego en el llano y en los caminos; sombra de alameda pespunteada de pío-píos; grama fresca de las lujuriosas veras del río, siempre estabas con la compañía de alguien: los hombres que faenaban en la era, los que recogían el maíz, los que regaban el tabacal o el algodonal, los que cuidaban los matos, los cabreros, los vaqueros, los pastores, los porqueros, los que iban al cercado a recoger frutas, los que iban a su viña o a su olivar… Cuando yo te conocí, ya estabas acompañado, a cualquier hora, que incluso había centinela nocturna en los candelechos y en el sombrajo de la era. Acompañado te conocí y acompañado te vi siempre, siempre.

He ido a verte, porque sabes que no puedo estar mucho tiempo sin ti. Qué solo estás, amado campo. He ido a verte donde te conocí, vega llena de vida entonces, río vivo, alameda acogedora, abiertas hazas, oasis de sombrajos y pozos, hermosas umbrías para el descanso de cabrerillos y vaqueros o la conversación con cigarrillo de cosecha. He ido a verte cerca de los olivos y los cerros de una tierra que se empinaba para verte desde lejos entre higueras o entre pitas que levantaban su cabeza de hiperbólico toro… He ido a verte y no te encuentraba, porque te hallé siempre en los hombres y las mujeres que te amaban trabajándote; la gente que te daba la voz, el olor, el movimiento, el aliento. Si contigo no está el hombre con las herramientas, nada eres, campo, sino el cadáver de un paraíso mudo, quieto, sin alma. Andas redondeando aceitunas y uvas, pero sin la ayuda del hombre. El solazo es más solazo y la sombra parece menoscabada por la ausencia humana. Te quiero entero, sí, fecundo, multiplicándote cada día. Pero con el hombre dentro, nunca solo, nunca como campana sin campanario, sin soga, sin badajo…

antoniogbarbeito@gmail.com

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