LA TRIBU
Sin amanecer
Me quedé parado ante el espejo cuando oí «Sevilla», «joven matrimonio», «calle Don Remondo»
También por inercia y porque ellos llevaban muchos años asesinando casi todos los días, y apenas me levantaba de la cama del hotel madrileño encendía la televisión. Era de noche aún. Camino del cuarto de baño, oí la noticia de lo que en un principio creí que se trataba de otro asalto a unos turistas para robarles el bolso, como ya había ocurrido días atrás. Me quedé parado ante el espejo cuando oí «Sevilla», «joven matrimonio», «calle Don Remondo.» Ahí me entró el miedo, ahí empecé a pensar que a las siete y cuarto de la mañana no es de interés nacional el atraco a unos turistas en Sevilla; ahí, cuando oí «él, concejal y ella, procuradora. Iban camino de su casa…» Ahí el miedo se hizo un sonoro «¡¡¡Nooooo…!!!» Y cuando vi enmarcadas la cara de Alberto y la de Ascen, el grito queriendo negar lo que ya era una espantosa evidencia, se hizo llanto. Lloré, lloré de pena, y de rabia, y de asco, y de odio. Desde aquella mañana, nada de aquello —pena, rabia, asco, odio— se me ha ido cuando pienso en los asesinos que tan cobardemente acabaron con la vida de los dos amigos, y cuando trato de imaginar —imposible— lo que debió de ser el despertar de sus tres hijos, Ascen, Alberto y la pequeña Clara, para la que mi madre elaboró un babadero que a Ascen madre tanto le gustó el primor de hilo, que no recuerdo bien si lo enmarcó o lo convirtió en el pecherín de un vestido.
Aún era de noche. No acababan de encenderse las candelas del alba. Envuelto en dolor, impotencia y lágrimas, bajé a recepción, salí a la calle, cogí un taxi y llegué a la emisora, donde los compañeros me daban el pésame porque sabían de nuestra amistad. Hacía menos de una semana que había coincidido con Ascen a las puertas del Ayuntamiento de Sevilla y habíamos quedado para vernos en el Rocío… Nada sería posible ya. Aquel viaje en Ave de Madrid a Sevilla ha sido, hasta hoy, el más amargo de mi vida. Llovía en España, el día no se había hecho, la luz no asomaba, como si todo guardara un luto de noche que se hacía niebla, lluvia, gris sin salida… Cuando llegué a Sevilla no sabía para dónde tirar, ni qué hacer… Me asomé a la vega de mi vida, hecha un mar, Guadiamar desbordado, como si estuviera recogiendo todos los llantos. Hace veinte años de aquel 30 de enero que no dejó de ser noche, ni diluvio, ni sangre de inocentes enrojeciendo la lluvia, ni dolor infinito, ni rabia, ni asco, ni odio… Si yo pudiera, los asesinos jamás saldrían de la cárcel más dura, sin revisión. Que supieran lo que es tener negado, de por vida, el amanecer. Que jamás deje de ser noche para ellos. Que jamás les amanezca, jamás, jamás.