Sillitas para los japoneses
Y una vez que pasa la cofradía, hala, a limpiar cada uno su parte: ni una cáscara de pipas, ni un papelajo, ni una lata
Con el tsunami de Fukushima descubrimos que los japoneses eran de la Quinta —léase Quinta Angustia— porque nunca lloran en público ni ante la mayor de las tribulaciones patrias como es que un maremoto impacte en la costa de la isla de Honshu matando a más de 21.500 personas y a resultas de aquello se funda el reactor de una central nuclear con el grave riesgo de radiación atómica. Pero es que ahora hemos descubierto, en el Mundial de fútbol de Rusia, que los japoneses, sin salir de la parroquia de la Magdalena, son también del Calvario. Porque no se hacen notar y pasan como de puntillas, sin hacer ruido. Acabaron el partido contra Bélgica el lunes pasado y se dedicaron a recoger el vestuario y a dejarlo tan arregladito que se podía comer en el suelo: brillante como un jaspe y limpio como una patena, todo recogido y con un cartelito de agradecimiento escrito en caracteres cirílicos: «Spasibo». Eso, los jugadores y los utilleros, porque la hinchada hacía otro tanto allí por donde pasaba y dejaba los graderíos mejor que como lo encontraba: ni un vaso por el suelo, ni un papel aluminio del bocata hecho una bola, ni una bolsa de patatas volandera, ni un chorreón de cerveza en los asientos, ni la media botella de agua calentorra, nada: todo despercudido.
¿Usted se imagina una bulla de Semana Santa entera de japoneses? Todos callados, sin hacer ruido, con mucha cámara en ristre y mucho teléfono en alto, pero en eso ya no hay diferencia con las huestes autóctonas. Y una vez que pasa la cofradía, hala, a limpiar cada uno su parte: ni una cáscara de pipas, ni un papelajo, ni una lata de refresco, ni una bolsa de plástico por la calle. Nada. Y ese sindicato de Lipasam largando fiesta de los nipones que dejan sin trabajo al último tramo de la cofradía, la que porta escobas en vez de cirios. Y ese Ayuntamiento que no puede sacar pecho de las contrataciones especiales para barrer las calles de toda la inmundicia que dejamos a nuestro paso. Y ese Consejo, siempre en trance de dimitir, dividido entre los que quieren que los abonados de las sillas acrediten dominio del idioma japonés para poder renovar el abono y los que quieren montar una nueva carrera oficial exclusiva para nipones educaditos, de los que no jaman cacahuetes sin ton ni son, por la calle Sol, naciente por supuesto.
Cómo sería la Semana Santa si en vez de importar las miles de sillas de los chinos que compramos a porrillo, hubiéramos permitido que centenares de japoneses respetuosos, corteses y calladitos hubieran aterrizado para darnos ejemplo. Gente calladita y ordenada que no pegaría voces destempladas ni se mearía por las esquinas ni sacaría los vasos a la calle. No cabe duda: nos equivocamos de asiáticos.