LA TRIBU
Silencio
Ni siquiera en la mesa te dejaban hablar con el tono de otros días: «Shiiii… Habla más bajo, hijo, que está muerto el Señor…»
Estaba dicho y bien aprendido. Como otras advertencias, lo habían dicho el cura, el maestro, la madre, el vecindario todo: «El Viernes Santo muere el Señor, y hay que guardar silencio todo el día…» Oíais cómo chillaban los gorriones, y se oía perfectamente el sonido de camisa al viento del vuelo de las palomas, pero las voces iban como un secreto por las calles del pueblo, y si, incapaz de guardar respeto, un niño daba una voz o pateaba una lata, no faltaba una voz —suave pero con exclamación— de denuncia: «¡Que se ha muerto el Señor, no hagas ruío…!» La del Señor era una muerte que os afectaba a todos, como si hubiera muerto el tatarabuelo de la primera sangre del lugar. «¿Y a qué hora se ha muerto?» «A las tres…»
La cocina era un luto de carne, aunque hubiese posibilidad de pagar la bula. El Viernes Santo era el Viernes Santo, y tú celebrabas que así fuera, porque nada malo ocurría por imponer silencio y respeto y aprovechar guisantes, habas, tagarninas, espárragos, huevos, cazón… Ni siquiera en la mesa te dejaban hablar con el tono de otros días: «Shiiii… Habla más bajo, hijo, que está muerto el Señor…» Con tal de conseguir en estos tiempos aquel silencio, aquel respeto, te gustaría que los chiquillos, por creencia o por obediencia, guardaran compostura el Viernes Santo. Y aunque te duelan en la memoria de la preparación de tu primera comunión los alfileres de la doctrina que, como castigo ante un error, usaban las niñas que te examinaban, recuerdas disciplinas que no sólo no te hicieron daño, sino que te han ayudado a ser más respetuoso, más educado, más obediente. El silencio en misa, en las procesiones, a la vuelta de la comunión, en la calle, si una persona mayor te llamaba la atención; todo eso, sin que seas consciente y sin que te suponga un esfuerzo, te ha ayudado a ser, indudablemente, más respetuoso. Hoy, cuando salgas a la mañana y mires sus transparencias de oro o sus trazos de nubes, te asomarás, sí, al arriate y a las macetas donde empieza a florecer tu cuido jardinero, pero lo primero será lo primero: recordarás, con una fuerza enorme, que hoy muere el Señor a eso de las tres, y como a esta hora debe de estar agonizando, te santiguarás y rezarás alguna oración, y te irás a las calles de tu infancia, a ver si algún amigote, porque no se acuerde o porque no lo respete, le da una patada a una lata o da un grito. Saldrá tu voz, como ayer salieron otras, recordándole al aire que es Viernes Santo y que, a eso de las tres, muere el Señor. Y eso, como ayer, lo creerás firmemente. Porque aquella muerte enlutó el aire callejero de tu niñez. Viernes Santo. Y tanto.
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