Alberto García Reyes - LA ALBERCA

Sevilla y amén

Gracias, un millón de gracias, tierra mía, por dejarme dar la Buena Noticia desde tu atril

ALBERTO GARCÍA REYES

Aquella mañana yo no estaba solo, como está el Cautivo del Tiro en su paso, pero sí estaba preso de la Esperanza. En la pantalla de mi teléfono apareció el nombre de Joaquín Sainz de la Maza, un hidalgo de Sevilla que está sentenciado por la providencia a la pena del señorío, que es la condena más dura que impone esta ciudad en la que ser un caballero genera tantos disgustos. Con su habitual solemnidad, me anunció que había sido designado pregonero y me pidió que esperara unos minutos para decirlo porque el Consejo quería comunicarlo oficialmente. Cumplí. Pero Rafa Serna, que andaba con las mariposas en el estómago esperando el runrún del teléfono, se percató de todo. Estábamos en la Resolana aguardando para participar en una mesa redonda sobre la Esperanza. Sin mediar palabra, el pregonero, mi amigo, me agarró por el codo y me llevó casi a rastras hasta los pies del Señor con el que había mantenido una conversación histórica desde su atril. Le pidió por mí y me dio un abrazo. Y desde ese mismo instante supe que lo que hice ayer en el Teatro de la Maestranza me iba a cambiar la vida. Yo era una persona antes de subirme a ese escenario y ahora soy otra. Me empeñé en traer a Sevilla la Buena Noticia y descubrí que la Buena Noticia es Sevilla. Porque aquí vive Dios. Yo lo sentí ayer de forma rotunda. Creo que por primera vez en mi vida me sentí libre porque sobre esas tablas confirmé que yo también soy cautivo. Por eso no encuentro la forma de dar las gracias al Consejo de Hermandades, a mi familia, a mis hermanos... Me gustaría hacerlo en apenas Siete Palabras, con la bravura de la Piedad y el perdón del Gran Poder, pero no puedo. No sé. Así que me conformo con hacerlo pagando el precio de nuestro Silencio.

Ayer sufrí. No conseguía encontrarme a mí mismo, encerrarme en mi soledad, proclamar mi verdad al ritmo de mis latidos. Pasé tantas fatigas que hoy me duelen hasta las uñas. Pero, de repente, comencé a flotar. Y ahora sé por qué. La culpa la tiene Sevilla, esta cuna que es mi cárcel, este tiempo sin edad, todas mis cruces en una. La culpa es de este ensueño que todavía no sé si existe. Es de esta celda que amarra mis manos y que gime por la boca de una guitarra. Y es también de cada uno de sus hijos. De ustedes. De todos los que llevamos la cruz hasta San Lorenzo y la dejamos sobre el hombro de Dios mismo. Es de la cera que agranda año a año la bola de mi altillo, de la Amargura con la que se levanta del suelo el Cristo caído de Triana, de la Esperanza con que llora en su Pureza la Virgen en San Juan de la Palma, de los pleitos que le sigue ganando el Gitano a la Salud de los que lo tienen todo perdido, de la luz malva del Cisquero cuando va hacia el desfiladero siempre de frente, de quienes nos abren paso en la bulla para sofocar nuestra impaciencia, de los nazarenos que todavía no han hecho la Comunión, del huracán que atraviesa el Arco con toda nuestra historia a cuestas y nos renueva... Y del último jipío del Cachorro, con quien siempre soñé en el atril para gritar desde su cruz —gracias, Dios que expira en mi edén— mis dos palabras postreras: Sevilla y amén.

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