Sangrar por la voz

La voz de Aretha Franklin fue una hemorragia que demuestra que el dolor se cura con belleza

Alberto García Reyes

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En los rápidos de su garganta, donde las turbulencias de la voz eran crecidas del Padre de las Aguas de las tribus indígenas, había un escondrijo esotérico donde todos nos hemos refugiado alguna vez. Quizás los versos de Rafael Montesinos explican mejor que yo esto que intento decir mientras chasqueo, en un tic que me dirige la nostalgia, las yemas de mis dedos: «A lo mejor, quién sabe, Dios nos vierte / a manos llenas sueño, dicha y beso / para que no pensemos en la muerte». A lo mejor Aretha Franklin no ha muerto y está escondida en ese hueco que hay detrás de su propia catarata, tarareando su destino de inmortalidad con piruetas de falsete para evitar la hemorragia melódica de la negritud. Una gitana de Jerez que cantaba siempre a oscuras, la Piriñaca, describió mejor que nadie esa forma de llevarse la vida al paladar en cada queja: «Cuando canto de verdad, la boca me sabe a sangre». La gran deidad del soul ha muerto exactamente así: desangrándose por la boca. Afinando el ay de la muerte con ese rajo que sólo tienen quienes se queman por dentro al cantar. Quienes cantan para aliviarse, para sobrevivir, para existir, para olvidarse de su cuerpo. Para no saber ni cómo se llaman.

Cantar como Aretha Franklin no es sólo una virtud física. Puede que nadie haya podido hacer con un instrumento tan frágil como la garganta lo que ha hecho esa mujer. Pero para administrar ese don como ella hay que ser alguien extraordinariamente generoso, dispuesto siempre a pensar más en la obra que en el autor. Por eso solía cerrar los ojos mientras buceaba por sus canciones, para no ver al público, para estar sola, para poder buscar en sus adentros el venero del que brota el Arte en cualquiera de sus manifestaciones profundas. No hablo de su sobrehumana velocidad melismática, ni de su prodigio técnico, ni de nada que tenga que ver con conceptos cuantificables. Ni si quiera hablo de sus reivindicaciones sociales. Hablo de sangre en las encías. De una medium. De una mujer negra que catalizó todas las quejas silenciosas de su cultura y gritó con sublimidad para sacarlas de su agujero. Hablo de la belleza como remedio del dolor. De la catarsis. De la «via pulchritudinis»: la evangelización, del tipo que sea, a través de la hermosura.

A lo mejor, quién sabe, Dios nos vierte a manos llenas sueño, dicha y beso para que no pensemos en la muerte. Y a lo mejor el sueño y la dicha de haber podido acariciar esa voz en carnes vivas es una resurrección encubierta. Yo sólo sé que a mí esa mujer me duele y que al escucharla me sabe la lengua a moho, a tuétano, a la honda humedad de mis huesos. Por eso estoy convencido de que nos está mirando, tras la espuma de su torrente, «like a natural woman», tocando las esquirlas de ébano y marfil de nuestras calaveras mientras saborea la sangre de sus quejidos al ritmo tribal de sus antepasados... Al detenerse el «swing» de su pecho hemos muerto nosotros un poco más que ella. Porque esa mujer sobrenatural es la propietaria de la pócima de la eternidad. Y a lo mejor, quién sabe, nos la sigue vertiendo a manos llenas desde la infinitud.

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