Manuel Contreras - PUNTADAS SIN HILO

Samuel

El próximo verano, la playa donde encontraron tu cuerpecito desgastado volverá a poblarse de turistas tumbados al sol

MANUEL CONTRERAS

Samuel, por la playa en la que el mar depositó tu cuerpo menudo, hinchado por el agua y carcomido por los peces, yo solía pasear con mis hijos cuando tenían tu edad. Es una playa asilvestrada que se extiende hermosa como una sábana de cobre que hubiesen dejado caer desde el faro de Trafalgar. El viento sopla fuerte por allí, tanto que los bañistas hacen pequeñas murallas de piedras aprovechando los desniveles del terreno para protegerse. Desde el lugar donde el pasado viernes recogieron tu cadáver apenas se atisban construcciones: las casas de Caños de Meca quedan detrás del breve promontorio sobre el que se asienta el faro, y hay que andar un buen rato hacia el otro lado, siguiendo la línea del mar, para empezar a atisbar los chalets de Zahora, con el Sajorami tocando la playa como mascarón de proa del descanso estival. Si caminas hacia el interior, alejándote del agua que te mató, tendrías que cruzar un buen trecho de dunas y plantas resecas antes de encontrar las primeras casas de la Aceitera. Allí hay un restaurante en el que sirven una excelente carne de vaca retinta; me gusta su terraza grande con tejadumbre de madera donde después de comer te puedes dejar acariciar por la brisa marina.

En la playa donde te encontraron, mis hijos y yo buscábamos cangrejos entre las rocas aprovechando la bajamar. Me llamaban emocionados cuando veían uno, y yo acudía rápido no le fueran a picar. Los metíamos en un pequeño cubo de plástico y luego se los enseñaban orgullosos a su madre, que se hacía la sorprendida y les preguntaba si querían que los cocináramos para cenar. Y ellos, que eran muy pequeños, casi como tú, se ponían melodramáticos y siempre preferían dejar a los bichillos en libertad para que pudiesen volver con sus familias en su casa entre las rocas.

En esa playa, Samuel, recibí la recompensa de la paternidad. Disfruté la belleza de la infancia, la dulzura de la inocencia y la ilusión por el futuro. Allí tuve todas esas cosas que tus padres buscarían en su incierto viaje, las razones por la que decidieron dar un salto al vacío para jugarse la vida a una carta. La tuya no salió, y lo que encontraste en la playa fue una tumba de arena y sal. Así es el destino, Samuel, porque ni tú merecías tu desdicha ni nosotros nuestra suerte. Me gustaría cederte parte de mi tesoro, compartir nuestras risas en el agua, las carreras por la orilla, los castillos de arena, los juegos con las olas, pero ya no es posible. Sólo puedo ofrecerte el compromiso de valorar nuestra tremenda fortuna, la caprichosa carambola que permitió a mi familia disfrutar de lo que la tuya anhelaba.

Así son las cosas. El próximo verano, la playa donde hallaron tu cuerpecito desgastado volverá a poblarse de turistas tumbados al sol y disfrutando de la vida, ajenos al recuerdo de tu tragedia infantil. Ignorando que la felicidad y el infortunio están separados por un océano agitado por un rompeolas de injusticia.

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