Saber escoger
La solitaria salía de su casa y a su casa volvía sin dejar en nadie ni conversación ni un buenos días
Todos los años hacía lo mismo: desde que el verano olía a finales de julio y agosto, las tardes que la marea invitaba con voz amable a dar un paseo, o las mañanas frescas, ella salía al campo, sola, rebuscando no sé qué en los vallados, en los pies de los olivos, en el manchón cercano al río. Era una mujer solitaria, rara, que vivía a las afueras del pueblo en una casucha que cerraba el pueblo y abría el campo. Muchacha que arrastraba una viudez de novia desde que llegó aquel parte que decía que su muchacho había muerto en el frente, por heridas de bala, iba siempre vestida de negro y de silencio; jamás se asomó a una fiesta local, jamás la vieron reír. Salía a la puerta para comprar el pan y dejar el cántaro en el poyete -y una moneda de un real sobre la corcha-, para que los aguadores se lo llenaran. Pero cuando llegaba el verano que lo pinta todo pajizo y además se adorna con verdes de aceitunas y racimos, ella salía muchas mañanas y algunas tardes al campo, y nunca me expliqué bien a qué. Ni yo ni los hombres que trabajaban las tierras: «Esa es una rara que va por ahí rebuscando vaya usted a saber qué, si en el campo nada más que hay pasto…»
Llevaba con ella un canasto grande y allí se suponía que iba metiendo lo que decidiera coger. Muchas veces pensé que el canasto era para echar unas ciruelas, unas azofaifas, unas almendras de las que iban desnudándose en los almendros de las veras de los caminos. Pero nunca pude ver qué llevaba aquella mujer en el canasto. Algunos hombres decían que la habían visto agacharse en un olivar y coger algo de los cuchillos, entre el pasto, y pensaron que podían ser huevos de perdiz. Lo cierto es que la solitaria salía de su casa y a su casa volvía sin dejar en nadie ni conversación ni un buenos días. Pero un año, cuando habían pasado varios desde aquellos días en los que la veíamos salir al campo, nos íbamos a jugar, con un sobrino lejano suyo, cerca de su casa. Y un día que estábamos sedientos, me dijo que si quería beber podíamos ir a la casa de tu tía. Fui con él. Le abrió a su voz conocida y pasamos a la casa, que se iluminó al abrir la puerta del corral como si hubiesen encendido cien antorchas. Nos dio de beber en una lata con asa, y cuando salíamos, vi por toda la casa preciosos centros, de lata, de flores y plantas secas. Y aquellas plantas -cardos, flor del nácar, espigas, poleo…- le daban a la estancia una belleza pajiza inigualable. Había sabido escoger donde parecía que sólo había pastos del verano. Así, hay personas que tratando con gente que por sencilla parece poca cosa, saben escoger y hacen ramos de las mejores gentes.
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