LA ALBERCA
Ruego del Año Nuevo
El Señor irá a nuestros arrabales, que muchas veces están dentro de nosotros mismos
A las puertas del Señor, que irá en su cuarto centenario a los suburbios para que nunca más dudemos si es de madera o de carne y hueso, una mujer de rostro cetrino pedía el aguinaldo minutos antes de la Misa del Gallo. La noche era húmeda y desértica. Más oscura que cualquier otra. Más yerma. Y la indigente, tocada con un pañuelo y con la palma de su mano como un platillo que recogía las migajas de los manteles de la Nochebuena, parecía susurrar para sí una versión propia de la rima séptima de su antiguo vecino Gustavo Adolfo: «De la plaza en el ángulo oscuro, / de su dueña tal vez olvidada, / silenciosa y cubierta de polvo, / veíase el alma...». Las hojas caídas de los plátanos, que son como estrellas de tres puntas componiendo una galaxia de otoño en el suelo de San Lorenzo, bailaban la coreografía del silencio a los pies de Juan de Mesa, a cuyo bronce siempre vuelven las oscuras golondrinas. Las ventanas eran faros de una orilla demasiado remota para sus ojos, hartos ya de nadar por el oleaje de la esperanza sin más destino que una silla vieja y la intemperie. Y aquella señora, que aún conservaba fuerzas para sonreír a unos niños que jugaban a huronear por la rendija de la estera de la puerta, me dijo: «Felices Pascuas».
Me marché a brindar con mi familia alrededor de una mesa exuberante, protegido del frío y con las personas que más quiero a mi vera. Estuve sólo un rato porque tenía que trabajar el día de Navidad, de lo que me quejé mientras regresaba a casa. Y no volví a pensar en aquella pedigüeña. Hasta ayer. Hablando con un señor de Sevilla de los que ya apenas quedan —un señor humilde, de los que teniendo más categoría que casi nadie suele ponerse siempre el último y procura pasar desapercibido en todas partes— le comenté que me había parecido sublime la idea de llevar al Gran Poder hasta los arrabales. El Señor en la casa de los pobres. Él asintió y me murmuró algo que me trae loco en mis cavilaciones: «Solemos decir que la gente de esos barrios está dejada de la mano de Dios, pero eso no es así. Eso es querer echarle la culpa a Dios de lo que hemos hecho nosotros. Esa gente está dejada de nuestra mano».
Este domingo caerá la última hoja del almanaque y todos —incluidos los que no creen, que lo harán por lo bajini—pediremos a Dios que el año recién inaugurado nos trate bien. Pero en el primer día del nuevo calendario, la mujer de San Lorenzo estará allí, a las puertas del Señor en su quinario, pidiendo sólo una moneda. Muerta de frío. Sin más futuro que cada segundo siguiente de su vida. Haciendo su procesión cotidiana cuerpo adentro. Y viendo cómo el Gran Poder se acuna en la cuenca de su mano mientras nosotros pasamos de largo y, acaso por inercia, le contestamos de reojo el remoquete: «Feliz 2018». Pero la antífona de entrada de la misa dice: «Ecce advenit Dominator Dominus; et regnum in manu ejus et potestas et imperium». Ya viene el Señor del Universo; en sus manos está la realeza, el poder y el imperio. Y en nuestras manos está pedir por los que piden. Y tener la valentía de recitarle cara a cara la letanía de Bécquer: «Asomaba a sus ojos una lágrima / y a mi labio una frase de perdón». No pido más para el Año Nuevo.