LA TRIBU
Rifas
Los pobres, cuando hablaban de sueños de mejora, siempre los trazaban cercanos, pequeños
Pensar en ser rico era justo pensar en dejar de ser pobre. Los pobres empezaban a dejar de sentirse tales el día que se quitaban las deudas en la tienda o en la panadería, el fin de la dita, el empréstito de la Caja de Ahorros o del prestamista, los medicamentos caros sacados de la botica, que se debían. Ser rico era no deber nada, romper el cartón lleno de sellos de la tienda, pero eso era muy difícil. Nunca conocí a pobre alguno que dijera que quería ser dueño de seis cortijos, diez casas señoriales y de doscientas hectáreas de tierra. Los pobres, cuando hablaban de sueños de mejora, siempre los trazaban cercanos, pequeños, como si no merecieran sino seguir siendo pobres con aislados y pequeños alivios.
En los casinos, tratantes que manejaban dinero, señoritos de renta asegurada, terratenientes o comerciantes emergentes, compraban medio billete de lotería porque para ellos ser rico era amontonar cientos de miles de duros, que lo demás, buena ropa y servidumbre, agua caliente, buen techo, granero lleno y cartilla de ahorros que crecía por días, lo tenían asegurado. Para estos, ser rico era tener más que nadie; para los pobres, ser rico era dejar de pasar tantas fatigas durante unos días. Por eso las apuestas de los pobres en la suerte eran pequeñas, cuasi un juego entre pobres: uno se pasaba el día buscando una maceta de espárragos que rifaba por las calles, y otro sacaba una peseta de donde podía para comprar una tira de papeleta, a ver si le tocaba y, con la compañía de unos huevos, solventaba tres o cuatro días de comida para la familia. Nunca dejo de comprar papeletas de rifas pequeñas —dos pollos, una cesta de Navidad, una colcha, un manojo de espárragos…—, quizá porque me empuja a ello la memoria de pobre que creía que ser rico era que te tocaran diez docenas de pasteles de la rifa de Santiago el pastelero; o que a tu madre, del club de la hermandad, le tocara un corte de botas de cuero para tu padre; o que en la tómbola parroquial desliaras una papeleta y te tocara un triciclo o un camión de madera. No he visto décimo de lotería premiado que se aireara con la alegría de un premio de dos pollos criados en la era, una maceta de espárragos, un juego de sábanas y una manta, un canasto de pasteles o un queso. Rifas, viejas rifas que servían para jugar a creer que, si tocaban, se salía de pobre. De boca en boca, por las calles, como una gran herencia efímera, iban aquellos premios de pasteles, mantas, espárragos, cuadros de santos, como si la riqueza paseara por un reino recién conquistado. Las rifas, esa humildad numerada que a los pobres les sabe a tesoro de faraón.
antoniogbarbeito@gmail.com