La rambla de los cínicos

Las banderas situadas estratégicamente para que resaltaran en los planos de la televisión que el nacionalismo maneja a su antojo

Francisco Robles

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Siempre es mejor pecar por ingenuo que por cínico. Hace un año, la tragedia de las Ramblas arrampló con todo. En esta sociedad de la información y de la imagen, de las redes sociales que nos atrapan como una telaraña virtual, aquel atentado se convirtió en el agujero negro que se tragó toda la actualidad. Nada existió a partir de aquella primera información que hablaba de una furgoneta que se había colado por el paseo central del encantador bulevar barcelonés. A partir de ese instante, todo fue muerte y solo muerte. Sangre derramada, gritos de histeria o silencios de vidas quebradas de forma tajante y absurda. Eso creíamos, que todo pasaría al segundo plano de lo contingente para que lo inmanente protagonizara la escena y la realidad. Pero no fue así.

En cuanto pudo, el nacionalismo delirante sacó la cabeza para reivindicarse a través de la gestión policial de aquella masacre. Traperos de la falacia, nos vendieron mercancía averiada. Los progres revenidos que pierden las témporas con esta forma sectaria de volver a la tribu, se apuntaron al carro. Hacía falta una reconciliación, y el mester de progresía vio el resquicio de la esperanza en la unidad ante esta nueva forma de terrorismo. Craso error. La gestión había sido nefasta desde que se saltaron la vigilancia de arsenales con bombonas de butano. Todo era un paripé, pero picaron el anzuelo. Se lo tragaron. Entero y pleno.

Luego vino el numerito de la manifestación. La afrenta al Rey que representaba a España con su dolor a cuestas. Las banderas situadas estratégicamente para que resaltaran en los planos de la televisión que el nacionalismo maneja a su antojo. Les importaba más el número y el numerito de las banderas, que los muertos que ardían en la memoria reciente del dolor. Se retrataron a sí mismos con esta actuación abyecta, rufianesca en el doble sentido de la palabra. Pero eso les daba igual. Iban a lo suyo, o sea, a quedarse con lo nuestro. Y continuaron, pertinaces, en el empeño.

Estaba por llegar la farsa del referéndum. Una comedia con ribetes de astracán. Viven del victimismo, y ahí sacaron tajada con la complicidad de la progresía europea. Son unos virtuosos en esa contradicción que consiste en aparecer como víctimas cuando son los ricos del bloque. El atentado les sirvió para ahondar en esa actitud. Cambiaron, con astucia zorruna, el blanco donde se sitúa al enemigo. El problema no estaba en los yihadistas que sembraron las Ramblas de cadáveres, sino en la España que acudió en defensa de las libertades para ayudar a Cataluña como parte propia. Carne de su carne herida. Sangre derramada de su sangre.

Hay que ser muy miserable para eso, pero está visto y comprobado que los nacionalistas no tienen límites. Su causa es lo único que les preocupa. Lo demás no les importa. Son capaces de echarle los muertos al mismísimo Rey, como hicieron el año pasado con pancartas infames que no resisten el más mínimo análisis ético. Ahora han vuelto con la matraca. Un tipo que nos desprecia con tintes de supremacía aria es el jefe de la tribu. Pronto caerá esa gran mentira. Uno prefiero pecar de ingenuo. El cinismo ya tiene dueño.

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