Javier Rubio - CARDO MÁXIMO

A quién se le ocurre

Lo que había montado la mano que organiza la Feria lo desbarata de un papirotazo la que controla el orden público

Escenario en la portada de la Feria colocado para el acto del alumbrado Juan Flores

Javier Rubio

En la Feria, ¡se ve cada cosa! No es Carnaval, pero sí hay una cierta relajación en los usos y costumbres como si estuvieran permitidas algunas cosas que habitualmente no consentimos. Son cosas a las que les cuadra el título que encabeza este artículo. Vean, vean, a quién se le ocurre:

Los escenarios de la Feria. Se presentaron como la gran novedad de la presente edición. Unos tablaos para que grupos de sevillanas consagrados y por consagrar interpretaran unos interludios musicales en medio de la calle Antonio Bienvenida para distraer al personal y que los visitantes y forasteros tuvieran algo que echarse a la boca una vez bien comidos en todos los idiomas habidos y por haber. Menos mal que la Seguridad Ciudadana y las Fiestas Mayores están en las mismas manos porque si no, no se entiende que la mano que controla el orden público desbarate de un papirotazo lo que había montado la mano que organiza la Feria: juego de manos, juego de villanos. Lo que daríamos por ver una reunión de coordinación del concejal Cabrera consigo mismo, delante del espejo: el delegado de la policía refutando al delegado de los espectáculos musicales.

Los colores de las chaquetas. La pasarela abrileña trae esa impagable colección de pipiolos luciendo palmito con unas chaquetas dos tallas por debajo de lo que les corresponde. Y qué colores, oiga. Durante décadas, el color agarbanzado representaba el extremo de la osadía en el vestir masculino. Para ir a los toros, por ejemplo. Ahora, lo que se ve por el albero es un arcoíris con chaquetas de todos los colores, a cual más estridente: rojos, fucsias, pavorreal, azulones, crudos, blancos… En este plan, el ropero de Nuria Barrera que inspiró el cartel de las Fiestas Primaverales va a tener que ampliarse para colgar las chaquetas del marido compartiendo espacio con los trajes de gitana de ella.

El teléfono en la pechera. Se veía venir. Con esos teléfonos de decenas de pulgadas, no hay bolsillo bajo los volantes suficiente para guardarlo. ¿Y dónde acaba el telefonino, como lo llaman los italianos? ¡Dónde va a acabar! En la pechera, sostenido con la palabra de honor de su portadora de que no se va a caer. De lo nada estético que resulta no vamos a decir nada, pero de lo perjudicial que debe ser esa fuente emisora de ondas tan cerquita del corazón ya hablarán los doctores. ¡A quién se le habrá ocurrido la maldita moda del teléfono apretado contra el escote!

Tatuajes y calcetines. A Don Juan de Borbón nadie le vio nunca los tatuajes marineros de los antebrazos en los toros. Iba como hay que ir a la plaza, sobre todo, a los tendidos de sombra: con manga larga. Pero a ver a quién se le habrá ocurrido que se puede ir a los toros enseñando las marcas de tinta en los bíceps. Y ya de lo de pasearse con mocasines sin calcetines con los pantalones de pescar ranas, de eso ya ni hablamos...

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