Alberto García Reyes - LA ALBERCA

La puñetera luz de Sevilla

ALBERTO GARCÍA REYES

SE lo han escrito todo. La luz es la tinta de la literatura sevillana. Luz, luz, luz, luz. Por todas partes luz. Pero, ¿quién paga esa luz? La gran rémora histórica de Sevilla es su luz, que de tanto deleitarnos nos detiene. De tanto iluminarnos, nos ciega. Una gitana de la Puerta Osario que se llamaba Pastora lo cantó sin que nadie le hiciera caso: «La luz del entendimiento / me la has dao a comprender, / que no hay fatigas más grandes / que aquel que quiere y no ve». Sevilla quiere y no puede. Abengoa, generadora de tanta luz desde que el marqués de La Puebla de Cazalla fundara esa fábrica de porvenir, es la víctima más dolorosa de esa indolencia intrínseca que destina su tiempo al narcisismo, como si de la delectación se pudiera comer. Ayer se conmemoró en la Capitanía General la gesta de Taxdirt durante la campaña de África, una proeza que protagonizó en 1909 el Regimiento de Caballería Cazadores de Alfonso XII, después integrado, tras más de veinte años en el Cuartel de la Puerta de la Carne, en el conocido Sagunto 7. Y me acordé del lema de la Caballería: «La audacia y la abnegación son el alma de sus jinetes y el alma es inmortal». Si el alma de Sevilla es su luz, esta ciudad tendría que cabalgar eternamente sobre ella. Pero ya se sabe que sus pretensiones, sin ser ambiciosas, rara vez se cumplen. La mayoría de las unidades militares históricamente vinculadas a la ciudad se esfumaron. Abengoa, cuartel general de nuestra economía, tiembla. ¿Quién nos apaga la luz?

El verdadero déficit de Sevilla es de modelo. Ésta es una ciudad espasmódica, impulsiva, veleidosa. Por eso su símbolo es el Giraldillo. Una veleta. Sevilla no sabe defenderse de las ventoleras. Es incapaz de marcar su propio rumbo. Se deja llevar o incluso manosear por las coyunturas. Presumimos mucho de nuestra identidad, que ciertamente tenemos y muy acentuada, pero carecemos de personalidad. Hay ya algunas tabernas del centro que han retirado de sus paredes las fotos taurinas que colgaban allí de toda la vida. La cosa está muy mala y nadie quiere problemas. Nadie está dispuesto a mantenerse quieto en su sitio salvo para agarrarse a un atril y hablar de la luz. Todo gira en torno a un atávico panderetismo indomable ante el que me rebelo. Lo siento. A mí también me subyuga la luz porque amo a esta ciudad y esa claridad es la gubia que la esculpe cada mañana. Pero cuando llega la noche, esa puñetera luz sólo se logra con un interruptor en el que han trabajado miles de personas en las últimas décadas y que está a punto de apagarse. Alguien dijo una vez —disculpe que no recuerde quién— que el drama de Sevilla se puede retratar despegando de su aeropuerto. Por las ventanillas del avión en el que el talento se exilia al extranjero no se ve humo de chimeneas. Sólo se ve humo de papeles. Deseos que se evaporan mientras la administración paga pólizas de prejubilación en un asombroso ejercicio de prestidigitación económica y las mesas en las que se decide nuestra prosperidad son los veladores.

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