MEMORIA DE DICIEMBRE
Probar la escasez
«Quienes estamos acostumbrados a tener de todo, tendríamos que probar un poco de escasez»
EL amigo invitó a comer, en su terreno. Celebró la llegada de los amigos con los honores con que lo hace un señor: con mucho calor humano y ningún aparato. Todo sencillo, desde la bienvenida al adiós. Y dentro, un montón de palabras cordiales, algunos asuntos que se tocan por cortesía y otros porque la calle pide que se toquen, pero todo con el tacto y la mesura de un señor como él. Llegó la hora de una copa, sencilla, tan sencilla como todo lo anterior; y unas tapas, también sencillas. Y la comida. Ahí fue la prueba reina: un plato de caldo del puchero con garbanzos, un vino aceptable, pescado corriente, unas frutas y café. No, no era por aparentar sencillez; es lo habitual, dijo. Podría, por su cargo y su presupuesto, haber ordenado un banquete, pero prefirió —y lo agradecimos todos— lo sencillo, algo que nos unía más que si en la mesa hubiesen levantado patas y cabeza veinte cigalas en una bandeja. Ya sabemos que esos banquetes han sido frecuentes en las mesas donde un político iba de pagano o de invitado. El exceso. En este caso, la sencillez: unos garbanzos, un pescado, fruta. Y comimos magníficamente bien. ¿Por qué, casi siempre con dinero ajeno, somos tan dados a la hipérbole en tantas cosas? Hay veces —para mí, nunca— que un regalo caro no llega a la altura de una sencilla botella de buen aceite, unas naranjas, unas aceitunas, unos panes, algo casero. La clase política —sálvese el que pueda— ha hecho del detalle una desmesura, en muchísimos casos. Nuestro anfitrión sabe que si volvemos a vernos, también será por la comida, pero por la sencillez de la comida, en son con todo lo que nos rodeaba. Cuando hablábamos de todo, dijo: «Quienes estamos acostumbrados a tener de todo, tendríamos que probar un poco de escasez, para valorar lo que tenemos». Sentencia.
Aquel hombre no pedía que actuáramos como Diógenes el Cínico cuando vio a un niño comer con las manos; no, no hay que arrojar el cuenco donde comemos, pero deberíamos probar a comer un día sin el cuenco, para valorarlo. Así como caminamos para que los músculos no se nos atrofien, tendríamos que hacer «gimnasia de necesidad», recortarnos nosotros, antes de que nos recorten otros, para que, llegado el día, la escasez nos duela un poco menos. Si lo pensamos bien, casi todos podríamos vivir con menos. Si valoramos justamente un caldo con garbanzos, un pan, un aceite, unas frutas, ni nos deslumbrarán los banquetes ni nos asustará una ayuna. En invierno, el calor del fuego debe salvarnos del frío, no hacernos creer que no hace frío.
antoniogbarbeito@gmail.com
Este artículo fue publicado el 3 de diciembre de 2011