Pasa la vida

Quedan la nostalgia y el desapego, los lugares donde fuimos felices, las horas congeladas en el óxido frío del desgarro

Manolo Garrido recibiendo un premio VANESSA GÓMEZ
Francisco Robles

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Pasa la vida, y no has notado que has vivido cuando pasa la vida, cuando el río de Heráclito nos impide bañarnos dos veces en las aguas cristalinas de la infancia. Tus ilusiones y tus bellos sueños caen en el cernudiano pozo, en ese lugar erizado de ortigas, allí donde el viento escapa a sus insomnios: donde habita el olvido. El poeta ha echado a andar, y sabe en la infinita lucidez de la muerte que su meta también es el olvido, aunque ahora lo recordemos con la tinta fresca que emborrona su ausencia.

Pasa el cariño. El verso duele. La mano que lo ha escrito es un puñal pentasílabo. Dedos de acero se clavan en las ruinas del lorquiano pecho hundido. Si pasa el amor, nada pasa a partir de ese instante. Quedan la nostalgia y el desapego, los lugares donde fuimos felices, las horas congeladas en el óxido frío del desgarro. Juramos un amor eterno sin pronunciar una sola palabra… y luego pasa el cariño. Hubo un tiempo en que nos quisimos, y esa tragedia se la bebe el poeta como si fuera un vino de amargura. Ahí llega a la médula, al acero que sigue clavado en las entrañas de Bécquer.

Pasa la gloria, y nos ciega la soberbia hasta el punto de no reconocernos en el espejo de la realidad. Vanidad de vanidades. De lo escrito no quedará nada. Ni siquiera la memoria. El poeta bebe la cicuta de Sócrates en el mostrador de una taberna antigua donde le lloran sus amigos. Lágrimas negras como anclas. Suenan los versos por dentro. Pasó la juventud, el tiempo en que nos deslumbraron estos versos que consiguen lo que buscaba Miguel Ángel: quitarle al mármol lo que sobraba. El poeta hizo eso. Quitarle a la poesía todo lo que impedía llegar a la médula, al centro de los centros, a la esencia. Y lo consiguió, y por eso lo recordamos. Voz del pueblo, voz del cielo.

Pasan los años, y es la vida quien se va, y nos deja solos, como niño sin madre que lleva a la espalda su triste carga de desengaños. Concepto barroco. Lo malo no es el engaño de la felicidad, sino el desengaño de la certeza, de la lucidez que nos deja inermes ante el misterio sin resolver de la muerte. El poeta lo sabe, lo escribe, lo canta. Nos hace partícipes de ese conocimiento que disolvemos en la rutina de la costumbre, en la evasión que supone pensar en otras cosas. Pero el poeta lo ha dejado ahí. Sin embargo, estar solo es estar pensando en ti.Para siempre. O sea, para nunca. Porque de ese verso no quedarán ni los rescoldos deshilachados de la memoria. Aunque eso no importe ahora.

Pasa la vida igual que pasa la corriente por las coplas de Jorge Manrique, la fuente inagotable de la que beben los grandes. Pasa la corriente insobornable del tiempo, inevitable como los axiomas de las filacterias barrocas, y el poeta camina indiferente. Su voluntad se ha muerto una noche de luna. Es su tocayo Manuel Machado quien le da la clave del escepticismo poético, del estoicismo de la voluntad, del epicureísmo que nos lleva a disfrutar de lo único que tenemos: el presente de indicativo.

Hasta que el pueblo las canta, las coplas, coplas no son. Y cuando las cantamos en el silencio del verso asumido hasta el tuétano —poesía eres tú— ya nadie sabe que el autor eres tú, Manolo Garrido. Que la muerte te sea leve, maestro.

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