CARDO MÁXIMO

Palabras ceñidas

Estos días, de serena impaciencia, guardo una copiosa colección de palabras amigas para soportar el peso

Javier Rubio

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lA palabra amiga es una escalera que conduce a la fraternidad, una liana a la que aferrarse para sobrevivir en la jungla despiadada del día a día, una vía de escape de la mezquindad, la soberbia y la vanidad que aguardan como hienas hambrientas cualquier herida abierta por la que sangres para despedazarte. La palabra amiga es la cantimplora con que refrescar el gaznate en lo alto del otero sembrado de piedras que tanto trabajo cuesta subir y el refrigerio que combate la sensación de vacío en el estómago que marea cuando se ha hecho un esfuerzo, el aire que vuelve a inundar los pulmones con ansia después de la apnea bajo el mar y el calor que revive desprendido del hogar cuando fuera nieva. Es un regalo, no para los oídos como el halago que envanece, sino para el corazón que se siente reconfortado, cálidamente estrechado, amorosamente ceñido por el afecto que destilan las frases de aliento y esperanza.

Estos días, de serena impaciencia, guardo una copiosa colección de palabras amigas que van ciñendo por dentro para soportar el peso desproporcionado que se nos ha venido encima: una faja que alivia la fatiga y sostiene erguido el cuerpo cuando más falta hace y las fuerzas propias desfallecen. Apenas una palabra, un saludo, un gesto que acarician el alma y van afianzando la cintura. Eso es lo que he sentido de tantos como me han hecho llegar sus ánimos, sus buenos deseos, sus consuelos, sus oraciones: descansillos en los que recobrar el resuello camino del último piso.

Pero de entre toda esa montaña de afecto que ha ido apilando alrededor tanta gente buena en las últimas semanas, me quedo con dos gestos a los que, con un nudo en la garganta, fui incapaz de responder como debía. Llamó al periódico como hace siempre, con ese fraseo pausado que le sirve para respirar con los pulmones y con la cabeza. Pero esa vez no era una llamada profesional, sino personal, para exponer su inquietud un punto obsesiva, según confesó, y hacer una recomendación. «Sin caridad, la vida no merece la pena vivirse», dijo centrando sus palabras, para nada marginales en alguien que ha rebasado los noventa años y que habla por experiencia propia. Aquella parrafada destilaba tanto afecto, tan sincera preocupación, tan paternal cuidado en la distancia que me dejó sin habla y terminamos colgando sin saber qué más decirnos.

El otro gesto conmovedor me llegó al corazón el martes por la noche. «Estas cosas dan confianza», dijo mientras me depositaba en la mano un tesoro escondido que antes de apretarme el alma había ceñido la cintura de un divino peregrino, el erjómeno de zancada poderosa. Me quedé helado y sólo pude articular un «gracias» que repetía machaconamente.

Hoy llevaré conmigo todas esas palabras de aliento como filacterias que ciñen mi ánimo.

Palabras ceñidas

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