El ojo de Padilla

Ahora que el de Jerez se va hay que aprender a ver el toreo con su retina desgarrada

Alberto García Reyes

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A la verdad sólo se llega cuando se está dispuesto a perderlo todo por ella. Por eso Juan José Padilla es la verdad en su estado de mayor pureza. Yo no soy aficionado al tremendismo en ningún ámbito de la vida . No me enloquece, por tanto, el toreo entendido como combate. Lo respeto. Plantarse ante un animal mucho más fuerte físicamente que tú y de naturaleza noble es, en cualquier condición, una heroicidad . Pero el verdadero valor de la tauromaquia, en mi opinión, consiste en demostrar que la inteligencia es un don mucho más poderoso que la fuerza. Si a eso se le añade, además, la vocación estética, el rito del toreo alcanza dos trascendencias: la de la supervivencia y la del arte. Por eso el torero se enfrenta en el ruedo a dos peligros a la vez, ambos de la misma gravedad: la muerte y el público.

Antes de la funesta cogida de Zaragoza en la que Marqués, de Ana Romero, le metió el pitón por debajo de la oreja y se lo sacó por la cuenca del ojo, Padilla me había emocionado poco. Decir lo contrario sería mentira. No voy a darle ojana . El jerezano era para mí uno de esos diestros de corridas duras de anfiteatro que, en lugar de quitarme el miedo inherente a la cita de un hombre con una bestia, me lo infundía. Y yo buscaba justo lo contrario . He perseguido siempre a quien fuera capaz de sustituir el espanto por la emoción y lograra hacerme olvidar las angustias de la arena y las que yo ya traía de mi casa . Las dos al mismo tiempo. Sin embargo, cuando sólo cinco meses después de aquel encuentro con la muerte reapareció en Olivenza, mi opinión sufrió un vuelco definitivo. Aquel hombre vestido de luces con el parche en el ojo regresó al filo del abismo porque el toreo no era para él un modo de ganarse la vida, sino de estar vivo. Y entonces empecé a mirarlo de otra forma. Tal vez comencé a verlo con su propio ojo perdido, con la retina que se desgarró en el hondón izquierdo de su cara, y entendí que el gran misterio del toreo no era exactamente el que yo sentía hasta entonces. El verdadero sacramento de la Fiesta es que en ella se evidencia la necesidad innata del ser humano de encontrar la felicidad donde más duele. No hay placer profundo en nada si antes no ha habido ahí mismo una herida. Hay mucha más hondura en el dolor que en el miedo.

La tarde que Padilla pudo ver el Guadalquivir desde el albero de la Maestranza hace dos años, el verdadero triunfador no fue él, sino el toreo. El de Jerez, lidiador habitual de esos miuras que arrancaron los almanaques de Manolete y el Espartero, se encumbró con la divisa de Fuente Ymbro en la capital de la pureza taurina por una razón inveterada. No había vencido al toro ni al público. Había vencido a su destino. Y ese amor propio que le ha permitido estar por encima de sí mismo durante estos últimos años es también una esencia cardinal del arte. Por eso, ahora que se ha despedido de la plaza de los sueños, quiero escribirle mi postración. Porque por su ojo he aprendido a ver lo invisible. Lo metafísico. La vida.

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