PÁSALO

Paco Cossio

Hace una semana se despidió para ver antes que nosotros lo que es la Esperanza

Felix Machuca

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En cierta ocasión, Jesús Quintero, le preguntó a Antonio Gala en uno de sus programas televisivos, de qué forma le gustaría morir. Gala lo miró con el respingo canalla de su caidita de ojos y la comisura de la boca en modo sabihondo. Y le dijo al Loco: me gustaría morirme vivo. Quintero le espetó que vivo nos morimos todos. El escritor y poeta le llevó la contraria y le dijo que no, que hay muchos que entregan la cuchara medio muertos y que, a esos, no los quiere ni la muerte. Paco Cossio, el profesor de Marketing de Económicas y el mayordomo de la Macarena, se ha muerto vivo. Lleno de vida y esperanza. Y los ochos, los números más chulos que registra la numeración arábiga, que andan tumbaos como los guapos al caminar, son unos humildes garabatos a la vera del despliegue de guapería que ha dejado en su vida este Cossio, blanco de Nervión y verde macareno hasta las trancas. En el reservado de Casa Castro, presidiendo un óleo de la niña de San Gil al que solo le falta el bamboleo de su palio para gritarle por alegrías, se quedó sobre la mesa un café solo y un Chinchón dulce. Fue la última tormenta verde a la que asistió Paco Cossio una semana después de decirnos adiós y ver antes que nosotros cuál es el misterio de la belleza sobrenatural de la Esperanza. Fue su amigo del alma Rafael Carmona quien brindó como era costumbre en Paco hacerlo. Y en esa comida siempre estuvo presente el Cossio más vivo, tremendo y burlón que todos conocimos.

El Cossio que instigó en su facultad un movimiento para que no se fumara en clase y él cuando el profesor apagaba el pitillo, sacaba sin contemplaciones su paquete de Ducados; el Cossio que ayudó a doctores y licenciados en las trabajosas tareas de presentación de sus trabajos académicos, quemando las horas en el despacho para que los cuadros y filminas enriquecieran sus páginas; el Cossio que en una cola de una calentería se las hizo pasar canuta a su amigo Miguel Cambriles sabiendo que estaba un catedrático como Guillermo Sierra en la misma sin quitarle ojo de encima y él no paraba de sacar la lengua de forma insinuante, como si fuera la Volpina de Amarcord. Le gustaba el ciclismo. Y en La Antilla, con Fernández Cabrero y otros picados del tour, se vestían mejor que Contador para salir a hacer kilómetros y acabar en cualquier venta, donde, fiel a sus costumbres provocadoras labio linguales, ponía en aprietos a los más tímidos. Como aquella vez que Cossio le sacó procazmente la lengua a uno que cosía para la calle y no los dejó en toda la tarde…

Provocador, burlón, afable e incorregible le tomó la medida a la cabeza de Jose Ramón Orellana, un macareno de cuerpo entero, antiguo mayordomo, cirio verde como la primavera, al que le descatalogaba su cuidado peinado con fijador para dejarle la testa como la de Espinete. Al mayordomo del Rosario, Jose Luís Notario, que lo suplió durante su enfermedad, le llamaba socarronamente el “menordomo”. Y le encantaba hablar para atrás para quedarse con la gente. Llevaba en su alma por el mismo precio a la bella y a la bestia. La belleza de una lealtad institucional y personal. Y el espanto de un pronto de ogro que, la mayoría de las veces, era una tormenta sin truenos. Se nos fue el pasado jueves como él quiso: diciendo que no tenía nada, que estaba bien, sin que nadie le escuchara un solo lamento. Mi última imagen que le guardo es de la madrugá más hermosa de Sevilla. En la calle Francos. En casa de Mari Cruz Castro, donde paran muchos macarenos a reponer fuerzas con los caramelos de jamón que encarga en la dulcería de Santa Cruz Antonio Castro. Estaba Margarita, su mujer, junto a sus hijos, con el madrugón en lo alto. Imborrable su risa, el timbre de mando de su voz y los besos macarenos con los que te despedían. Que sonaban a Pasa la Macarena. Llegó Cossio a la meta final del cielo. En la bici de la añoranza leal de sus amigos. Para ganarse el maillot verde de esa durísima carrera que es la vida…si no la das como él por la Esperanza.

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