Noventa minutos
Sé que usted escribe como Dios y que los mortales no llegamos a escribas del Antiguo Testamento. Sé que usted domina en el cielo de las letras y que a nosotros nos esclaviza el infierno de la rusticidad. Sé que usted le hablaba a las rosas del Alcázar y nosotros no somos capaces de entendernos ni con los cardos borriqueros. Entre la entrañable transparencia de sus romances y la obcecada negrura de nuestros ripios cabe la historia universal de la literatura. Y aún queda sitio para esa maravillosa biblioteca de Borges. Usted era el espejo y el tigre del inabarcable bonaerense. Nosotros una borrosa calamidad en lo alto del caballo de un retratista. Somos la sombra incierta de su poderosa luz. El reverso contaminado de un soneto cojo. Usted escribe como Dios. Nosotros adoramos su palabra. Y la alabamos.
Sé que usted era verdina. Que le gustaban los pictolines y las palmeras. Las del Alcázar y las de la carretera de Cádiz. Usted, rey de reyes, poeta desangrado por la Sevilla que lo malhería, pese a la clorofila de su sangre no llegó jamás a entender que la ciudad, su ciudad, también se dibuja y expresa en el fútbol. En nuestro fútbol. En el fútbol que encara, como dos toros en celo, las dos poderosas testuces de la ciudad. Me vale la estrofa para reivindicar su olvido: «En el rosa y el blanco de tus luces/bajo tu flor de azúcar y veneno/adelfa de jardines andaluces/, pierden los pulsos su latir sereno». Eso, don Joaquín, es un Sevilla-Betis. Por eso, señor, hay que romperse la camisa, pedir perdón por la grosería y gritarle al mundo: esto es Sevilla y aquí hay que mamar…