CARDO MÁXIMO
En el nombredel padre
Tengo la misma idea de lo que va a salir de las urnas que de lo que puede salir de los bombos
Dudaba entre escribir esta columna sobre las elecciones autonómicas en Cataluña o sobre el Gordo de Navidad. Pero como tengo la misma idea al respecto de lo que puede salir de las urnas catalanas como de lo que puede salir de los bombos, me he decantado por la lotería, en la que al menos puedo participar con la remota esperanza (1 entre 100.000) de que el número que llevo resulte afortunado. Con el Gordo juego en la confianza de que me toque y en los comicios me la juegan en la certeza de que me va a tocar apoquinar para que los secesionistas que han puesto patas arriba el entramado constitucional se sientan cómodos. ¿No nos saldría más barato comprarles un tresillo?
A lo que vamos, a la lotería: la particular magdalena proustiana que me devuelve a la infancia. Tenía pendiente dedicarle, con el permiso de ustedes, una columna de homenaje al padre de un servidor, nacido hace justo un siglo. Llegó la fecha del aniversario y se pasó, llegó la de su muerte y también se pasó, pero de hoy no pasa. Lo recuerdo tocando diana muy temprano el 22 de diciembre aunque no hubiera colegio. Sentado en la mesa de camilla con su corbata, su batín y las tijeras de puntas redondeadas en el bolsillo superior, detalle que lo acompañó hasta el último día. El cigarrillo humeaba a su lado con caladas muy espaciadas, pero ni mi hermano ni yo hubiéramos osado chistarle lo más mínimo en aquel trance (semejante en casi todo a una experiencia mística) de las extracciones. En la hoja con el programa del sorteo anotaba con números quijotescos (por lo esqueléticos y lo soñados que los tenía) los que resultaban agraciados. Tomábamos, simultáneamente los tres, la pedrea al oído y con cada cambio de tabla en el salón de sorteos, cotejábamos los números para que no se nos escapara ninguno. Por supuesto, esa primera lista no servía de nada porque después de comer, como benjamín de la familia, me tocaba salir a la calle a comprar la edición vespertina del primer diario que hubiera llegado al quiosco. La última comprobación, en realidad la única válida, la aportaba la lista fotográfica definitiva que traía el ABC al día siguiente. Entonces, sí, con voz solemne, el patriarca anunciaba lo que ya habíamos barruntado durante las veinticuatro horas precedentes: «No nos ha tocado nada». «¿Ni un reintegro?», preguntaba por lo general mi madre abriendo un resquicio a la esperanza. Y él, aún más grave: «Nada, ni una peseta».
Así, un año y otro año. Pero nunca se sintió frustrado ni decepcionado, sino que acudía puntual a la administración de loterías a retirar con idéntica ilusión el décimo de cada Navidad. Hoy, como desde hace 17 años, juego con casi dos centenares de amigos su número. Ojalá nos toque. A mí, pero, sobre todo, a él.