MEMORIA DE DICIEMBRE
Niños sin esperas
Lo peor que le puede pasar a un niño es no creer en nada, no esperar ninguna sorpresa
Manejan los ordenadores y los móviles mejor que manejábamos nosotros los patines de cojinetes, y cuanto era sorpresa para nosotros en los ocho o diez años, para ellos es algo resuelto ya hace mucho tiempo. Tienen, es natural, la candidez de su edad, y, por más que hayan aprendido, muchas páginas inéditas y aun inocentes. Pero estos niños de hoy, que lo que no han visto en la televisión lo ven en los videojuegos, en las revistas, en cualquier sitio, están creciendo, si con muchas ventajas respecto de nosotros, con las desventajas del no saber y tener que ir descubriéndolo poco a poco. Muchos de estos niños son como esos cultivos que aceleran su crecimiento bajo plásticos o con espectaculares tratamientos de desarrollo, como pollos de engorde que aventajan a los de la era solo en peso, no en saber.
Lo peor que le puede pasar a un niño es no creer en nada, no esperar ninguna sorpresa. Un niño debe crecer lleno de dudas, y entre esas dudas, ir descubriendo, despacio, como la luz descubre la sorpresa del día. Ni el sol sería el sol si pudiésemos encenderlo y apagarlo con un interruptor, ni un niño será un niño si dentro se mete de golpe los secretos de un adulto. Me dice el Cangui que hace treinta años que no ve jugar a los niños en las orillas del campo, que no los ve sucios de sudor y tierra, ni fabricando sus propios juguetes y juegos, ni desarrollando la imaginación hablando en voz alta como si fueran ora un indio, ora un romano. Y si los ve mirar al cielo, dice el Cangui que son incapaces de distinguir un milano de una cigüeña. Dice que pasan hablando por el móvil, o aburridos, si solos. Esos niños, dice, son los juguetes de los juguetes, y no son nada sin un cacharro que se mueva solo; no saben ser ellos el juego, hacer del entorno —el que sea— un paisaje de fantasías donde ellos sean el sonido de las cosas, la cosa misma. Y lo que más le duele al Cangui en la nostalgia: no parecen hijos de un pueblo que siempre cantó villancicos por las calles en este tiempo. Niños, aquellos de ayer, que fabricaban pectorales de medias cañas, y con una botella de anís, un triángulo que a lo mejor era el aro del juego, un cántaro roto que recibía alpargatazos, y un siglo de letras y tonadas dentro, salían por las calles sorbiendo moquillos de frío, mientras cantaban —porque así lo creían— que la Virgen iba caminando por una montaña oscura… Estos niños no esperan ninguna de aquellas fantasías, ni Nochebuena ni Reyes. Ojalá nunca, en su madurez, se duelan esperando la niñez que se les va sin esperas.
antoniogbarbeito@gmail.com
Este artículo fue publicado el 4 de diciembre de 2011