#Netflix
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Metí a Netflix en casa por mi patológica pusilanimidad, ayudada por la típica hora tonta en la que no debí coger el teléfono: una de esas promociones que los listos de Movistar te endiñan así como el que no quiere la cosa, pruebe gratis tres ... meses, no se arrepentirá. También —que ellos no se enteren—, porque los niños me traían frito con el estreno de la nueva temporada de «Stranger Things». Han pasado los meses suficientes para que le hayan cogido el gusto al invento. Y también para que yo haya podido constatar la desoladora mediocridad de una oferta que, se supone, fija el nuevo canon de lo audiovisual.
Ha llorado mucho la gente en estos días, empezando por mí mismo, por la muerte del cine Alameda. Hacíamos mal en llorar, nos reprochaban los más críticos, cuando muchos no habíamos pisado ese cine en años. La razón del cierre es porque ya no vais al cine.
No me daba por aludido. Porque es infrecuente la semana en que no piso una sala. Pero qué duda cabe de que plataformas como Netflix han hecho un tremendo daño al cine tradicional. En realidad, diría simplemente al cine. Porque el noventa por ciento de las propuestas de ficción de Netflix son pura basura. Historias repetitivas, con recursos narrativos acartonados, saturadas de personajes infestados de clichés, donde lo único que importa es generar la sensación de avidez por continuar con el siguiente episodio, una especie de clickbait de la ficción: consume rápido, consume mucho y olvídate del paladar.
Me gustaban mucho, del Cine Alameda, los caramelos Chimos y sobre todo la hojilla con la ficha técnica de la película. Era una delicia ojearla mientras esperabas sentado a que comenzara la sesión. En Netflix, eso tendría delito. Que la película sea buena o no, es lo de menos. Pero muerte a quien te haga spoiler.
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