COMENTARIOS REALES
La muerte voluntaria
Estoy en contra de cualquier aplicación de la eutanasia que no sea expresión de una voluntad soberana e individual
Durante los años que investigué en el Archivo Secreto del Vaticano, siempre me llamó la atención la certeza de Santa Rosa de Lima sobre su condición de pecadora mortal. Sin embargo, cuando leí su «Confesión General» descubrí que uno de sus pecados mortales era desear morir. Santa Rosa era lectora de fray Luis de Granada, quien en su «Guía de Pecadores» (1566) dejó escrito que el más común de los pecados mortales de las mujeres era «pedirse la muerte con la ira y rabia que tienen, y quejarse porque tanto tarda». Recordé a fray Luis de Granada y a mi paisana Rosa de Santa María después de pasar una semana en el Hospital Macarena escuchando todo tipo de expresiones relativas a la muerte.
Me acordé también de don Miguel de Unamuno, quien aseguraba que «el objeto de la sabiduría es la muerte» y que «no hay más libertad verdadera que la de la muerte», porque «la muerte sólo aterra a los intelectuales, enfermos de ansia de inmortalidad y aterrados ante la nada ultraterrena que su lógica les presenta». Sin embargo, en la historia abundan ejemplos de intelectuales como Stefan Zweig, Virginia Woolf, Cesare Pavese, Alfonsina Storni o Arthur Koestler, quienes decidieron poner fin a sus vidas de manera voluntaria. En realidad, gran parte de la polémica en torno a la eutanasia se rebajaría si en lugar de hablar de «muerte digna» hablásemos de muerte voluntaria.
Estoy en contra de cualquier aplicación de la eutanasia que no parta de la expresión de una voluntad soberana e individual, porque considero que todos los demás supuestos serían fruto de una decisión arbitraria y discutible. Y porque desear morir como Santa Rosa o buscar la libertad de la muerte como quería Unamuno, se me antoja más digno que cualquier iniciativa parlamentaria y nada ofensivo contra las creencias de los demás.
Mi madre padece un alzheimer profundo y todos en casa deseamos que viva lo mejor posible hasta el último de sus días, mas yo no desearía para mí ese tipo de vida. No tengo ningún derecho a decidir sobre la vida de mi madre, mi esposa o mis hijos; aunque sí consideraría justo tener la última palabra sobre la mía propia. ¿Necesito que exista una ley de eutanasia para tomar semejante decisión? De ninguna manera.
En «Levantar la mano sobre uno mismo» (1976) el filósofo Jean Améry —prisionero en Auschwitz— escribió: «Incluso cuando el suicidario se sitúa en el umbral del salto, debe evitar todavía las exigencias que la vida le tiende, de otro modo no encontraría el camino de la libertad y sería como el prisionero del campo de concentración que no se atreve a lanzarse sobre el alambre de espino». ¿Será esa libertad la misma de la que hablaba Unamuno? ¿Será aquel umbral el mismo desde donde Rosa de Santa María deseaba la muerte? La última frase del libro de Améry es casi un responso: «Somos dignos de compasión, todos somos conscientes de ello. Lloremos en silencio, con la cabeza gacha y con circunspección a quien nos ha dejado en la libertad».