Antonio García Barbeito - LA TRIBU
El mito
SE puso un trapo entre las manos como quien se pone en la voz un cante viejo… Eso le bastó para ser el que ha sido, quiero decir, para serlo todo. Salga usted ahora diciendo no sé qué de los estoques, no sé qué de las orejas, no sé qué de la regularidad, no sé qué del miedo… Nadie, mirado desde los balconcillos del paroxismo que se precisa para el justo análisis, llegó tan alto, fue tanto el mito. Si lo llega a ver Mircea Elíade, lo bautiza como la hierofanía taurina. Porque es eso —entiéndase siempre desde el credo que de él nace—, la manifestación de lo sagrado.
Cogió el milagro y lo mimó lo mismo que se mima de un hijo el primer sueño… Distinto. Ni cosas de uno ni cositas de otro. Todo suyo. Y el muchacho creaba y no sabía que estaba la verónica naciendo… Percales y franelas se le iban enredando en su magia, su misterio… Si nadie como él supo pintar el infierno en el desprecio a una faena, en la prudente salida por el callejón que sonaba a callejones; si nadie como él supo provocar para que los silbidos arañaran el aire encerrado de los ruedos, o hacer que la decepción escribiera teletipos en blanco en los rollos de papel higiénico cayendo al suelo como serpentinas de contrariedad, nadie consiguió jamás, mago del hacer sin avisar, mago del hacer sin decir, que una plaza entera levitara como si de una hipérbole de extáticos se tratara. Te hiela o te achicharra, nunca tibio, nada de medias tintas: luz o infierno. O está la tarde de formarle un lío o está la tarde para irse huyendo… Una hierofanía taurina, la manifestación más estética, más honda, más silenciosa y más verdad que cruzó una plaza como despaciosa estrella fugaz de seda y oro. Y el secreto de ir a torear como quien baila y salir de ese baile tan entero. Porque eso siempre lo supo, que algo de lo uno había en lo otro, que se hermanaban las dos pasiones en no sé qué costado de los calofríos y de los pellizcos por dentro… Él siempre tuvo claro que cantar es torear puntas del grito, sí, y sabía que torear es bailar con todo el cuerpo. Y cantar, cantar sin voz, con los gritos metidos en las telas como un invisible entredós. El mito, sí, la sacralización del arte. El hombre que bajó las manos para traer a la superficie del milagro lo sagrado de la tauromaquia. Por eso, hoy, en Sevilla —¿dónde mejor?—, todo sonará como aquellos versos de Manuel Machado: «…soleares, soleariyas, cañas, polos, seguiriyas…» Todo por usted, maestro, señor, mito, hierofanía taurina. Todo por usted, don Francisco Romero López resumido en Curro. Para usted, «…todo el cante de Levante, todo el cante de las minas, todo el cante…» Enhorabuena.
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