CARDO MÁXIMO

Milagritos

Qué más prodigio de los cielos vamos a pedir que ese sol templado que abraza con la calidez de un amigo

Vista de la Cartuja desde la calle Torneo J. M. SERRANO
Javier Rubio

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En Manchester, a la hora en que me puse a escribir esta columna, tenían ocho grados, viento suave del noreste, un 62% de humedad relativa y el cielo parcialmente cubierto. Aunque a la hora en que entró en máquinas —disculpe el lector la familiaridad con que los periodistas de tinta seguimos nombrando la familiar rotativa—, la temperatura apenas habría superado la escala positiva. No es de extrañar que los aficionados del United que ponían ayer la nota bermellona hubieran sacado los pantalones cortos y las camisetas para pasar el día en Sevilla, rozando los veinte grados y el cielo como una patena. Coincidí con cuatro de ellos en el mismo restaurante donde almorcé: cincuentones rubicundos de calvorota colorada que hablaban en voz baja por teléfono, presumiblemente para comentar con sus respectivas parejas la excursión por la Costa y la escapada para ir el fútbol. Ni siquiera se terminaron la cerveza con que despacharon un puñado de tapas. Nada que ver con hooligans fanáticos.

En la terraza, a los pies de la Giralda, familias enteras de turistas se solazaban al sol tibio de la tarde que, acostumbrados a los fríos invernales, les sabe a gloria y les alimenta más que las espinacas con garbanzos a las que no sabían bien por dónde hincarles el diente. Turistas, los justos, ni muchos ni pocos; los bares, abiertos pero sin aglomeraciones; los veladores, sin avasallar; las conversaciones callejeras, sin estridencias; las calles, sin prisas; la Catedral, montaña de piedra en silencio; la primavera, en fin, asomándose a las copas de los árboles con su cara más amable… ¡La ciudad se presentaba tan confortable a esa hora!

Todo en su sitio. Desde la pasarela de la Cartuja, la dársena se mostraba como un campo de oro rastrillado por unos cuantos botes de remos mientras un grupito de chavales tonteaba en el pantalán no muy lejos de donde un solitario pescador echaba la caña. La ciudad, recatada, se cuidaba mucho de airear sus vergüenzas y escondía toda la miseria que se oculta en los barrios maltratados, toda la suciedad de las calles churretosas y la mugre de las fachadas como la de la Capilla Real que hay que despercudir a golpe silbante de chorro de arena. La muchachada —gorrillas ladeadas, camisetas a ritmo de rap o fundas de violín a la espalda— cruzaba despreocupada a Torneo. ¡La ciudad se presentaba tan plácida a esa hora!

Qué más milagro queremos que esta cotidiana transfusión de vitalidad. Qué más prodigio de los cielos vamos a pedir que ese sol templado que abraza con la calidez de un amigo de toda la vida, que ese cielo convertido en palio inmaculista para las vírgenes de cada casa que andan por la calle mecidas, que esa sutil y delicada conjunción de todo lo que resulta agradable, hermoso o placentero concentrado en unas cuantas calles. Milagritos cotidianos. Qué más vamos a pedir, amigo Pedro, que sentirnos vivos.

Milagritos

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