El bocadillo

Cuando acabé la carrera mi prioridad era empezar a trabajar para formar una familia

Miguel Ángel Robles

Pocos momentos de mi infancia recuerdo con más placer y cariño que las excursiones del colegio. Pero no por la liberación de las obligaciones escolares ni por los nuevos lugares que conocía, sino por el bocadillo que me comía en ellas. Fui un niño mimado, lo reconozco. No consentido, pero sí mimado. Por mi madre, dándome cuenta de lo que era. Y por mi padre, dándome cuenta solo mucho más tarde. Y también por mis cuatro hermanos, todos mayores que yo. Las familias de mis compañeros eran, por lo general, bastante más pudientes que la mía, pero nunca me sentí en desventaja por ello. Al contrario, había momentos en que era plenamente consciente de mi fortuna, y uno de ellos era el de las excursiones. ¿Por qué? Pues porque solo unos pocos privilegiados, quizás solo yo, disfrutábamos del placer incomparable de comernos el bocadillo con el pan calentito del día. Mi buena estrella obedecía a que mi padre trabajaba en un hotel cerca del colegio donde yo estudiaba y donde partía muy temprano el autobús que nos llevaba a nuestro destino. Y para evitar que me comiera el bocadillo duro, mi padre me lo hacía después de comprar el pan en una panadería que había cercana al hotel y que abría muy temprano.

De hecho, lo que recuerdo con más emoción no es tanto lo increíblemente bueno que estaba siempre el bocadillo como ese momento de la preparación por parte de mi padre. Era una verdadera liturgia. Después de dejar a mis hermanos en el colegio y comprar juntos el pan, íbamos los dos solos al hotel y allí bajábamos a la cocina, donde las camareras, en cuanto nos veían asomar por la escalera, dejaban lo que estaban haciendo para ver si nos podían ayudar en algo. Por la insistencia y el cariño con el que ofrecían su ayuda, creo que apreciaban verdaderamente a mi padre. Él siempre les decía que no era preciso, que solo necesitaba que le indicaran dónde estaba el cuchillo del pan, porque iba a hacerme un bocadillo. Comenzaba entonces la porfía de alguna camarera con mi padre para ocuparse ella misma, ofrecimiento que él volvía a rehusar amablemente, entre otras razones porque, en su código de valores, no era concebible emplear el tiempo de los empleados a su cargo en una dedicación que se saliera de sus obligaciones laborales, por muy insignificante que fuera. Aunque creo que además encontraba placer en preparármelo personalmente (placer que por grande que fuera no era ni la mitad del que me proporcionaba a mí que no delegara esa tarea).

Empezaba entonces su magisterio en la preparación del bocadillo: el corte exacto del pan en dos mitades casi perfectas; el relleno meticuloso con los ingredientes preparados por mi madre; el leve aplastamiento de las dos mitades para lograr un bocadillo compacto y redondo; y finalmente el cuidadísimo envoltorio, minuciosamente preparado con servilleta y papel de aluminio. Así era mi padre en todo lo que hacía: metódico, concienzudo, perfeccionista, impermeable al descuido, la chapuza, la dejadez, el abandono o la pereza. Cuando no se trataba de mi bocadillo, sino de preparar una carta o cualquier otra cosa, confieso que me llegaba a exasperar. Pero con el tiempo he podido comprender que llevaba razón: igual que el que se entrena en la justicia en lo pequeño tiene más facilidad para ser justo en lo grande, quien se aplica a la excelencia en lo cotidiano está más preparado para serlo en lo relevante.

Mi padre fue extremadamente protector conmigo y con todos mis hermanos. Al más mínimo problema o dificultad, allí estaba él dando la cara para solucionarlo. Sin embargo, fue al mismo tiempo bastante exigente y no tan efusivo y pródigo en demostraciones de afecto como mi madre. Tampoco pudo dedicarme mucho tiempo de ocio y juegos. Trabajaba seis días a la semana y a veces siete, nunca llegaba antes de las nueve a casa, y sus vacaciones de verano consistían en hacer jornada intensiva en julio y agosto para poder llevarnos a nosotros a la piscina. Imagino que como muchos otros hombres de su tiempo. Pero seguramente por ello recuerdo ese momento de preparación del bocadillo como un verdadero tesoro de mi infancia, solo equiparable a ese día en que se quedó en casa por enfermedad (algo tan excepcional que no recuerdo que sucediera ninguna otra vez), y, debió de ser que yo tampoco fui al colegio por tener alguna décima de fiebre, porque de lo que no me olvidaré nunca es de que ese día estábamos solos él, mi madre y yo, y a media mañana me bajó al descampado que había justo debajo de casa y me enseñó a montar en bicicleta.

Tengo la suerte de poder compartir con mis hijos bastante más tiempo de ocio que mi padre conmigo, pero me sentiría afortunado si ellos me recordaran con la mitad de agradecimiento, cariño y admiración con que yo pienso en mi padre. Me reconozco en él en muchas cosas, incluso en las manías. Pero sobre todo en lo que yo diría que fue su mayor objetivo vital: sacar adelante a su familia, y que sus hijos, más que descenderle, le ascendieran a través de la educación. Parece que eso hoy ya no es suficiente, que no es un desafío lo bastante elevado como para consagrarle toda una vida, y de hecho no resulta lo suficientemente inspirador para los jóvenes que se incorporan al mercado laboral buscando, más que una dedicación profesional, un propósito para sus vidas. Cuando acabé la carrera mi prioridad era empezar a trabajar para formar una familia. A mi edad, sigo sin encontrar una misión más motivadora.

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