Alberto García Reyes
Miel a los muertos
Aquí embellecemos la muerte y nos reímos con ella porque no nos asusta: es una fase de la vida
ESTO de la muerte, tan futil como infalible, lo definió mejor que nadie la actriz Brooke Shields en su famosa frase sobre el tabaco: «Fumar mata y, si te mueres, has perdido una parte muy importante de tu vida». Muy pocas reflexiones han alcanzado tanta profundida a lo largo de la historia del pensamiento. Si acaso, este aforismo sólo puede ser superado por la pregunta «¿dónde se celebra este año el festival de Cannes?» que con sumo sosiego formuló Cristina Aguilera. O por la excelsa excusa de Jennifer López cuando la trincaron haciendo lo que no debía: «No he cometido ningún delito, lo que hice fue no cumplir con la ley». En fin. Si te mueres, has perdido una parte muy importante de tu vida. No lo olvides nunca. Porque, en el fondo, la protagonista de «El lago azul» tiene más razón que un santo. Morirse sólo es una parte importante de la vida. Desde Confucio, aquel filósofo al que una miss definió en un concurso como «un chino japonés muy antiguo que inventó la confusión», hasta Platón; desde Sócrates a Santo Tomás de Aquino; desde Kant a Isaiah Berlin, nadie había conseguido una definición tan absoluta de la muerte.
Ayer, mientras leía en este periódico el exquisito texto sobre el cementerio que nos regaló Aurora Flórez, autora de muchas de las mejores descripciones de esta ciudad, volví a confirmar que la trascendencia de la muerte está siempre rodeada de belleza. Hay tantas posibilidades estéticas en ella porque no es un capítulo final, no es la destrucción definitiva, sino una simple fase más de la vida. Las imágenes en blanco y negro que captó Serrano de las esculturas del camposanto en estos días de lirios y crisantemos nuevos son una metáfora capital de nuestra cultura. Aquí no vivimos pensando en la muerte porque, como sentenciara Cernuda en «Ocnos», la muerte es un juguete que nos hace burla tras la puerta en la que se oculta, un chascarrillo del que hay que nutrirse porque «acaso es de la vida una forma más alta». Es una oscuridad temblando. El Sur es «un desierto que llora mientras canta», donde la oscuridad y la luz son bellezas iguales sabiendo nada más que vivir es estar a solas con la muerte. El padre Labat, viajero parisino que estuvo en Sevilla en 1706, tal vez halló la mejor explicación de todo esto al tratar de narrar las razones por las que se había «arruinado en superlativos» contemplando este lugar: «Es una ciudad casi redonda».
La muerte es apenas una parte importante de la vida. Es casi redonda porque nunca se cierra. Es próxima a la perfección, no su culmen. Por eso aquí sabemos reírnos con ella aunque sigamos la consigna becqueriana del miedo a padecer nuestro temor a solas. Eso es lo único a lo que los sevillanos somos vulnerables: a la soledad. A la muerte la velamos con gracia, la vestimos de hermosura, la degustamos con la miel que le brota al cristo de Susillo por la boca, miel de las flores de los muertos que las abejas liban en los adentros del Señor, que detuvo el tiempo en ese instante exacto de su agonía que le permite proclamar siempre la dulzura de la vida eterna entre las sepulturas.