De Matisse a Ben Yedder
Esa serenidad que Tánger le dio a Matisse, se la fumó Richards y la perdió Ben Yedder cuando estaba solo a once metros del paraíso…
Aseguran que Matisse cuando la vio dijo que Tánger era el paraíso. El gran pintor fauvista arrastraba, como un bata de cola, una depresión que no acababa con ella ni Platón ni el Prozac, aún por inventar. Pero se topó con una ciudad que imitaba la fuerza de sus coloristas mundos y allí espantó el demonio de la melancolía dañina pariendo cerca de cuarenta cuadros. A cuál más feroz y rebelde con el color, las formas y el exotismo. Baste como ejemplo lo que hizo con la puerta del morabito Ben Ajiba. Keith Richards, muchos años después, se convirtió en Satán en el fumadero de grifa de Achmed Cabeza Agujereada, un tingitano que, según el guitarrista de Rolling Stones, tenía los dientes separados, reía todo el tiempo y gastaba muy poquísima vergüenza. Achmed tenía un fumadero para extranjeros exquisitos muy ceca del lujoso hotel El Minzah, con dos catres para viajar por entre las nubes del colocón, donde se pasaban días enteros fumando en pipa. Por esa época Keith se había enrollado con la novia de Brian Jones, Anita, lo que le dio una dimensión taurina a la escapada hacia el exotismo de la banda. Richards dejó escrito que fumaban como bestias y que parecían inspectores de hachis. Ben Yedder, no hace más de diez días, se topó con el peor Tánger para recordar. Su felicidad se quedó a once metros del paraíso del gol y del colocón de éxito. Un penalty te puede arruinar el sueño de una ciudad como esta.
En una de las estrechas calles del laberinto de su medina me topo con un intelectual del cambalache, un romántico del queo. Puede que sea descendiente de Achmed Cabeza Agujereada. O, cuanto menos, de la misma estirpe. Gente que trabaja el pan nuestro de cada día como hace todo el mundo: metiéndote la mano en el bolsillo. Y llevándose lo que creen que tú no sabes defender. La charla me dio para un te con menta de los del Fortacec del día después y para manejar algunas anécdotas de los Stones de aquel viaje. Que no reseño porque no tengo constancia que sean sinceras sino más bien una de esas poses que le exige el guión a un intelectual del cambalache. Lo que sí es cierto es que, ambos, coincidimos en que la generación beat, desde Burroughs hasta Kerouac, pasando por Bowles y Truman Capote, cayeron, como Matisse, seducidos ante el baile del vientre de la inmensa bahía mediterránea tangerina, un espacio mítico que empujó a Keith Richards a resumirla en una frase: es como un viaje de mil años en el tiempo y tan salvaje salto te pone ante un dilema: ¡esto es muy raro o, mierda, esto es buenísimo…!
Tánger tiene la higuera más vieja del mundo, aseguran, en plena plaza «9 de abril», puerta de entrada al zoco. También tiene una plaza de abastos donde el pescado huele tan intensamente que empiezo a entender lo que alguna vez me dijo del garum el arqueólogo Enrique García Vargas. El rastro español se percibe en las viejas y destartaladas residencias coloniales y en la avenida de España, hoy Mohamed Sexto, frente al puerto. En la terraza en altura de un viejo bar con pinta art decó hay un azulejo con el pollo franquista que lo consigno por si alguno de los que viven de la memoria histórica quiere buscarse una comisión de servicio en el lugar. En esa avenida se come un pescado frito y un marisco muy del gusto de los memorísticos. Baratu, baratu. Y arriba, dejando el puerto y subiendo a la ciudad moderna, en plena avenida de Tetuán, sigue en pie la plaza de toros, donde los fantasmas le dan hoy pases de pecho a la historia. En la Alcazaba me encontré con la memoria de Roma: en el palacete conocido por Dar Al Makhzen, museo de las culturas mediterráneas, Venus viaja por el mar en un mosaico esplendoroso mientras una réplica en bronce de un efebo de Volúbilis la observa serenamente. Esa serenidad que Tánger le dio a Matisse, se la fumó Richards y la perdió Ben Yedder cuando estaba solo a once metros del paraíso…