Máster del universo

En un país en el que la política supone un atajo para llegar a la élite, los estudios representan un engorroso obstáculo

Manuel Contreras

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Yo he hecho dos máster en mi vida, uno lo acabé y el otro no. El que terminé fue en ABC, y por su culpa les doy la matraca estival desde esta esquina de papel. El otro era en Relaciones Internacionales y la cosa quedó a medias; tras un curso entero asistiendo a las clases en Madrid había que entregar una tesina, y ahí se trabó el asunto. Entre el manifiesto desinterés de mi director de tesina por el guión del trabajo que le presenté y mi creciente desapego por la geopolítica mundial, la cosa quedó en agua de borrajas. He de confesar que, pese a no llegar a tener el título, el máster figuraba bien lustroso en los primeros curriculum que envié a los medios de comunicación; posteriormente decidí eliminarlo, no tanto por pudor o mala conciencia como por la evidencia de que era absolutamente inútil para encontrar trabajo en Sevilla. Con la polémica sobre el máster de Pablo Casado me he preguntado si hoy podría demostrar al menos mi asistencia a las clases, y la respuesta es que de ninguna manera. No guardo un solo trabajo de aquel curso ni conservo el tosco ordenador que entonces utilizaba; no tengo ninguna foto con mis compañeros ni factura alguna de los pagos a la Fundación Ortega y Gasset, donde lo cursé. Si yo fuese político y tuviese que acreditar esos estudios mi única esperanza sería que me recordase la encargada de la biblioteca, una encantadora joven a la que cortejé de forma infructuosa durante todo el invierno. Pero que esta esquiva Dulcinea pudiese avalar mi paso por la institución es una posibilidad tan remota como ver a Torrá bailando un pasodoble de Manolo Escobar.

Ignoro si Casado cursó el polémico máster de la Juan Carlos I o si le tocó en la lotería del reparto de favores, pero su fraude no supondría en cualquier caso una excepción en la desleal relación de la clase política con los títulos universitarios. En un país en el que la política es un atajo para llegar a la élite, los estudios representan un engorroso obstáculo que los dirigentes tratan de superar como pueden, bien dilatando los cursos en el tiempo o bien utilizando influencias para superar asignaturas con la condescendencia de sus profesores. Me constan presiones a catedráticos para que aprobasen a políticos locales que han sacado sus carreras sin pisar prácticamente la facultad. El problema de fondo es el convencimiento generalizado de que la formación es prescindible para triunfar en política. Es extraño que cualquier chaval que bichee estos años por las formaciones juveniles de su partido llegue a la conclusión de la necesidad de estudiar para ascender; por el contrario, valorará otras herramientas como la locuacidad, el don de gentes, los contactos o el instinto. Zapatero dijo que en España cualquiera puede llegar a ser presidente y no le falta razón. Son muy pocos los dirigentes que ganarían más en sus profesiones; la mayoría tiene una formación media y no sienten necesidad de mejorarla: saben que el camino para ser máster del Universo no pasa por los estudios.

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