LA ALBERCA
Las manos de dios
El besamanos del Gran Poder nos devuelve a nuestra dimensión: ante Él somos nada
Es esa mirada pesimista y resignada, o tal vez esa tez asoleada por las vidrieras, o el gesto de rabia dulce, que es ese enojo que suele arremeter por dentro, ese enfado con el destino que hasta el último segundo le hace combatir consigo. No sé qué es. Quizás el paso largo hacia su final que le obliga a meter su rostro en tu terreno, a comerse tu espacio, a encajar su barba en tu oído para que creas que quiere decirte algo que no es más que silencio, vacío, sinfín. Todo. Incluso puede que sea el miedo a las espinas tajantes de su corona, que te amenazan la carótida y te arredran, te apartan de Él, te achican. Yo no sé qué es. Pero vi a una anciana colérica aguardando su turno para reprocharle su sino. Esperó en la plaza todo el tiempo que le tocó, callada y pensativa, a pesar de que sus piernas ya no resistían las horas de San Lorenzo como antaño y hay ahora en sus músculos un mapa pronunciado de los ríos de sangre de su cuerpo. La mujer permaneció en la hilera que rodeaba a las palomas y llegaba más allá de la casa del poeta —«podrá nublarse el sol eternamente...»— porque su tiempo había dejado de contar. Llegó hasta sus manos y, cuando lo tuvo delante, cegada por el reflejo del oro de la túnica, le mostró su queja: «¿Por qué me has hecho esto, Señor?». Se lo dijo con una mezcla de disgusto e irritación. Y al instante, cuando por fin sus ojos y los de Él se cruzaron, casi esquivos, pero hondos, la anciana se desplomó y se desdijo: «Perdóname, Dios mío».
Esa mujer había hecho la cola para reprocharle su suerte. Quizás un hijo caído, posiblemente una enfermedad voraz. No lo sé. Pero estoy seguro de que durante la espera había decidido todas las cosas que le diría a la cara, cada palabra, cada crítica, como se le afean las cosas a un padre cuando no se siente su protección. Y, sin embargo, no pudo. Se derrumbó. Besó sus manos dejando en ellas una pátina de arrepentimiento, un barniz de llanto que le hará más difícil al Señor llevar la cruz con firmeza porque todo ese jugo de dolor que ha caído en sus dedos hará que la madera de su muerte se le deslice. La señora claudicó. «Perdóname, Dios mío».
Eran las seis de la tarde y el templo continuaba engullendo ruegos: los del niño, los de la madre, los del pobre, los míos... El Gran Poder, que es la autoridad suprema tallada de carne, seguía cabizbajo. Y mientras los tenues estertores de luz del ocaso venían a morir en los besos de sus devotos, sólo unas horas antes de su Sagrada Entrada en Sevilla, el Señor cumplió otra vez su misión. No sé por qué. Si es por sus ojos nostálgicos o por su tormento callado. Pero sé que a Jesús del Gran Poder sólo podemos pedirle perdón, nada más. Porque siendo omnipotente y omnisciente, se humilla en nuestra presencia. Nos concede su misericordia por las grietas de su mejilla. Creemos que nosotros somos los afligidos cuando llegamos hasta sus manos el Sábado de Pasión. Y ante Él descubrimos que sólo somos su cruz. Por eso sus manos no son las de un hombre torturado. Las manos del Gran Poder son el espejo de sus verdugos.
Voy a besarte. Perdóname, Dios mío.