El maestro

Tenerte cerca fue siempre tener cerca la sabiduría, la cultura cuasi infinita

Mannuel Cadaval Gil, en una fotografía de retrato ABC
Antonio García Barbeito

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Con cuánta razón puedo decirte lo que supe por ti que San Agustín le dijo a Dios: «sero te nobi, pulchritudo tam antiqua et tam nova.» Porque te conocí tarde, aunque en los tres años que estuve junto a ti aprendiera más que en todos mis años anteriores. Tu enseñanza era divertida —jocoserio profesor, te llamé un día—, amena, ejemplar, profunda y cariñosa. Y así, siempre que hablábamos o nos escribíamos. Filosofía, historia, música, canto, anécdotas… Latín, griego, inglés, francés… Billar, ajedrez, fútbol… No te arrastraba, como a mí, la poesía, aunque te sorprendieron las metáforas del primer Hernández, con tantos sonidos de Góngora. Y el flamenco, poco. Hasta que un día te dio por acercarte y aprendiste más que cualquiera. Eras la inteligencia, la listeza, la curiosidad, la luz. No he conocido a nadie con una cultura tan elevada, tan amplia. Tenías para todo, y si me veías preocupado, me decías: «Los problemas o se resuelven o se disuelven…», y añadías el nombre de su autor. Te incluyo en la lista de los grandes pensadores: «No nos queda más remedio que morir o envejecer.»

Tendrías que haber vivido, con buenas facultades —leer, comer, beber, escuchar música, caminar, jugar al ajedrez—, dos o tres siglos, Maestro. Te has muerto demasiado pronto, por más que llevaras varias semanas sin ganas de vivir. Inexplicable en el «roble gerenense» que le pudo a cien operaciones. Este alumno tuyo, que te quiso tanto como te admiró —que te quiere tanto como te admira—, se va a pasar el resto de su vida cojeando de las dos piernas, ciego por muchos caminos, arrastrando ignorancias que ya no podrás convertírselas en saber. Tenerte cerca fue siempre tener cerca la sabiduría, la cultura cuasi infinita, el sentido del humor —también el malhumor, conste— más fino y la dejadez de los que se ríen de su propio talento. Eras divertido, imprevisible a veces, ácido, irónico, despistado, disciplinado, asombroso, cariñoso, accesible… Y también lo contrario de todo esto, según el momento. Nos queríamos mucho. Te has ido, queridísimo Maestro Manuel Cadaval Gil, Manolito el de Aurelia, y me he quedado terriblemente huérfano de tu saber, de tus admirables rarezas, de tu desprendida manera de tratar de encauzarme: «Por ahí, no, Garciita; mejor, por allí.» Me dejas, eso sí, la herencia de cariño de Mari Paz y de tus hijos, que no es poco. Pero faltarás tú, aunque siempre seas, que lo serás, el más nombrado. No te perdono que te hayas muerto, aunque ya sabes que «non vos lo digo porque os acuitedes ni mostredes mal talante, que el mío non es de ál que de serviros.» Ay, Maestro, amadísimo Maestro…

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