CARDO MÁXIMO

Leyenda negra

Echamos en falta haber aprobado con nota el examen que obligaba a asumir con visión crítica nuestra historia

El duque de Alba, una de las mayores víctimas de la leyenda negra, en un grabado anónimo de 1572 ABC
Javier Rubio

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Al día siguiente de la victoria en Rusia de Putin, que ha sabido encarnar como nadie el orgullo del pueblo ruso con no pocos flecos de xenofobia y ultranacionalismo, cae en mis manos el libro de Sverker Arnoldsson «Los orígenes de la Leyenda Negra española» que la joven editorial sevillana El Paseo rescata oportuna y meritoriamente tras el arrollador éxito de la «Imperofobia» de María Elvira Roca Barea. Desde luego, la consagración de Putin como zar de todas las Rusias del siglo XXI tiene poco que ver con la atormentada relación de los españoles con su pasado imperial, por descontado mucho más glorioso y menos lúgubre. Pero es la capacidad de los rusos para formar como un solo hombre en defensa de la Madre Patria lo que se echa de menos en España, donde el deporte nacional consiste en ignorar la historia colectiva avergonzándose (razonablemente) de lo que los antepasados inquilinos del solar patrio hicieron mal sin nunca enorgullecerse (incomprensiblemente) de lo que hicieron bien.

Conforme iba leyendo el libro de Arnoldsson y descubriendo el origen de la Leyenda Negra forjada por los italianos en el Cinquecento como respuesta a la apabullante presencia comercial, militar y administrativa de España en la península itálica, se me venía a la mente algo que repetía con mucha frecuencia Maurizio Scaparro, acaso el último gran director escénico de Italia, que se convirtió en asesor teatral de la Expo92. Scaparro, que montó aquel memorable «Moby Dick» con Vittorio Gassman, siempre se mostraba abrumado por la vitalidad y la pujanza del español en comparación (imposible) con el italiano que él hablaba. En castellano se expresa todo un continente, desde las Aleutianas hasta Tierra de Fuego, pero no hay otro país fuera de Italia en que pueda usarse el idioma de Dante. Salvo que se considere como algo más que una anécdota de la historia y la geografía la existencia de la Santa Sede y de la República de San Marino o los cantones italoparlantes de Suiza. Scaparro reconducía esa envidia sana hacia una admiración sin límites por la lengua, la literatura y la historia de España en sentido inverso a como lo hacían los italianos del siglo XVI, frustrados por la sucesión de victorias del Gran Capitán, los saqueos cometidos por los imbatibles tercios y la postración política.

Tal vez esa fuera la asignatura pendiente de 1992 y ahora, en tiempos de tribulación catalana, echamos en falta haber aprobado con nota el examen que nos obligaba a asumir una visión crítica de nuestra historia sin darnos a la deplorable flagelación colectiva ni a las insufribles ínfulas neoimperiales del franquismo. Ojalá la reedición –por la que debe felicitarse al editor de El Paseo Editorial– del ensayo de Arnoldsson sirva para empezar a ajustar sanamente cuentas con nuestro pasado.

Leyenda negra

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