El laberinto

El personaje, vidrioso como pocos, reúne tantas aristas que resulta imposible tenerle simpatía

Tumbas de Queipo de Llano y de su esposa en la basílica de la Macarena Millán Herce
Javier Rubio

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Digámoslo de entrada para que nadie se llame a engaño: Queipo de Llano no fue un genocida. Calificarlo con tal etiqueta, como pretende la izquierda radical exagerando la nota, hace que esa misma catalogación se le quede pequeña a tipos como Hitler, Stalin, Mao, Pol Pot o Mengistu. No es cuestión de número, como si los muertos se midieran groseramente al peso, sino de vesania y planificación en el exterminio. Queipo actuó con infinita crueldad a la hora de pacificar la retaguardia como viene en el manual de ocupación de un territorio por las armas, pero eso no lo convierte automáticamente en un genocida. Ni su tumba es lugar de peregrinación alguna. Personalmente, conozco a algunos que se niegan a pisar la basílica mientras esté enterrado allí el general, pero no me he encontrado jamás a nadie que le rinda honores ni le guarde memoria. El franquismo conserva aún su propios nostálgicos de guardarropía como se ha visto estos días en el Valle de los Caídos, pero nada de eso puede achacársele al «queipismo», inexistente en vida del sujeto y espectral a los ¡67 años de su muerte!

El personaje, vidrioso como pocos en la historia del siglo XX español, reúne tantas aristas que resulta imposible tenerle simpatía. Alguien monárquico que se subleva contra el Gobierno legal al grito de «Viva la República» para acabar despotricando de Paca la Culona no puede levantar entusiasmos por mucho que se quieran resaltar sus logros sociales e industriales, que los hubo. El aguafuerte con que nos lo pintan prescinde de toda ese escala de grises en que se mueve la existencia humana.

La hermandad de la Macarena le tiene la consideración debida a su principal benefactor en los años de la posguerra, pero no parece que eso vaya a salvarlo de que se remuevan sus huesos en la tumba. La Junta, que no sabe cómo quitarse literalmente el muerto de encima, confía en que la hermandad dé el primer paso y le alivie la carga. Mientras, los herederos de las víctimas de la represión de posguerra presionan para que caiga el oprobio sobre el general, sólo que ese baldón cae en realidad sobre sus herederos y su familia, exentos de cualquier culpa salvo que se quiera volver a considerar la responsabilidad penal como una maldición que se transmite de padres a hijos.

Hace bien la hermandad en esperar que los políticos, que hicieron la ley, le digan cómo debe salir del laberinto. De ahí no debería moverse. En un cuerpo social de catorce mil personas, por pura estadística, deben convivir ideologías y sensibilidades de todos los colores. Así que lo más sensato es atenerse a lo que mande la autoridad, norma de conducta, por otro lado, de las cofradías sevillanas con la que han sabido sobrevivir a todos los regímenes por los que han transitado. El general dejó de estar en nuestro laberinto en 1951; somos nosotros los que ahora estamos en el suyo.

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