TRIBUNA ABIERTA
Manuel Pérez «El Vito», patriarca de una familia torera
Porque ellos no piensan delante de la cara que se juegan la vida, el único pensamiento es triunfar cortándole las orejas al toro

Formar parte de una dinastía torera es un tremendo orgullo por cuanto supone el legado recibido y el lugar que les corresponde en la tauromaquia; y sobre todo, por la riqueza de las vivencias transmitidas durante generaciones. Sólo pensar en las circunstancias por las que ... pasaron y en las anécdotas de esos antecesores supone una gran satisfacción por el poder de evocación y el peso que tienen como parte de la historia de la Tauromaquia y de nuestra propia vida.
Puedo decirlo claro, me siento muy complacido al recordar la travesía en barco de mi abuelo, El Vito, para hacer la temporada de América con Juan Belmonte, «El Pasmo de Triana». Ya en la finca del maestro, la popular Gómez Cardeña, se dio una circunstancia muy torera, pues este salió de allí vestido de corto. Cuando El Vito lo vio así en la pasarela del barco, y exclamó: «¡Maestro, de corto!», el genial maestro contestó: «Hasta embarcao hay que sentirse torero (Belmonte siempre vestía de corto)».
¿Lo imaginan?, con toda las pandemias de aquel tiempo y el hambre y la incertidumbre socioeconómica que había en España, Juan Belmonte sólo pensaba en ser y parecer torero. Con ese trasiego de baúles, el barco soltando amarras y mi abuelo embarcao despidiéndose de España desde el puerto de Cádiz, es fácil imaginar el barco impulsado por un motor y otras veces a velas para ahorrar combustible en alta mar, y en ese sollao escuchando cómo la quilla crujía en la mar contra viento y marea, con un viento intenso y la marea moviéndolo de modo que eran frecuentes los guiños y los cabezazos, mientras en sus sueños él nada más que pensaba en torear y en el regreso con sus seres queridos.
Conforme el barco se iba alejando de la costa, el sueño de las Américas se iba convirtiendo en una cruda realidad. Porque había tirado su reloj de bolsillo por la borda y, al perderse en el horizonte de esa costa que tanto quería, sabía que el tiempo ya no existía. Lo que sí sabía era cómo, cariñosamente, se despidió de mi abuela Julia —una de las dos señoras Julia; la señora Julia de Belmonte y la señora Julia esposa de El Vito—, pues le respondió a mi abuela de esta manera: «¡Yo sé a la hora que salgo a torear, lo que nunca sabré, querida esposa, es a la hora que vuelvo!, y lo que siempre recordaré embarcao, es que tengo que volver para arreglar las cuentas con el tendero de todo el invierno».
Un tendero que apuntaba en una lista interminable y la respuesta era: «José, apúntelo usted en la cuenta si no le importa».
A sabiendas mi abuelo de que todo se arregla con dos o tres marracotas a la vuelta (esas dos o tres monedas de oro llamadas marracotas en el ambiente taurino, eran el salvoconducto para que su familia pudiera tirar en el invierno). Y es que era habitual, en aquella época en Sevilla, que los tenderos fueran a su vez prestamistas, y ellos sabían que muchas familia del toro tenían ese tesoro llegado de las Américas después de haber toreado durante la temporada americana a su regreso a Sevilla. Esta relación comercial de algunos tenderos derivó en que muchos se hicieran tan aficionados que acabaron convirtiéndose en ganaderos.
Hartos de torear de salón en la cubierta del barco, con sus correspondientes baños de agua salada, al fondear para refrescarse en alta mar y aguantar algunas penas y calamidades, avistaban tierra y ahí era cuando empezaba la cruda realidad. El deambular por esos caminos polvorientos, de estados tan inhóspitos para torear jugándote la vida, sin tener idea de que algunos toros eran cruzados con cabestros... y lo importante era que el matador se mantuviera en pie, porque en el hule se terminaba la historia, conocedores de que, en muchos estados, los médicos eran de paños calientes y buenos consejos y no de anestesia y bisturí. Todo para llevar, después de muchos meses, el jornal a sus casas. Porque ellos no piensan delante de la cara que se juegan la vida, el único pensamiento es triunfar cortándole las orejas al toro.
Puede asegurarse que vivían el toreo para engrandecerlo y nunca degradarlo y mucho menos despreciarlo. Volvían a España después de unos meses llenos de nostalgia y empezaban a contar sus vivencias y sus historias irrepetibles. Con un gracejo especial, siempre refiriéndose a una faena memorable o a otra en la que pasaron auténtico miedo y grandes fatigas.
Un día, en una tarde de un largo verano, en el kiosco del agua del Altozano, el Pasmo de Triana se citó con mi abuelo. Se saludaron, Belmonte se abrió la chaqueta, sacó una pitillera y se la regaló. En ese preciso momento le dijo: «Guárdala, para que nadie te cuente cómo lo vivimos y, cuando estés fumándote un pitillo, recuerdes aquellos momentos. Porque de vivirlo como lo vivimos nosotros nunca lo podremos olvidar.
Terminaron dándose un gran abrazo y, mirándose a la cara, se dijeron «Que alguien nos cuente qué es ser torero».
Posdata: El toreo ha cambiado, pero que no nos quiten nuestras raíces enterradas con sudor y sangre en el albero de cualquier plaza de toros de este mundo tan torero y con tanta verdad. Hay algunas familias en el toreo que siempre estarán sintiendo las palpitaciones del toreo en su corazón.
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