Antonio García Barbeito - LA TRIBU

Juan

¿De qué dios rubio y oscuro era tu voz? ¿Qué vientos de pena y rabia te abrieron la garganta?

ANTONIO GARCÍA BARBEITO

SI en el toreo basta decir Juan para saber de quién hablamos, eso mismo pasa en el cante. Juan es Juan y solo Juan. Como en la guitarra basta decir Paco para saber que ya no hay nada más allá. Juan. Decir, además, Peña, es decirle dos veces guapa a la niña, y llamarlo por Lebrijano son ganas de dejar a un lado nombre y apellido. Juan. Como quien nombra a una isla muy alejada de la costa y muy alejada de otras islas. Juan. Parecía venir de algún conjuro, nacido de algún extraño milagro de vírgenes gitanas. Con aquella edad, quiero decir, con aquella juventud que apenas arañaba los treinta, ¿cómo era posible aquella voz, que parecía robada de la garganta del tiempo más viejo de las tartanas de raza que trashumaba como si desde el siglo XV obedeciera sólo la querencia —por miedo, por latigazos de miedo— de una diáspora de candelas y danzas extrañas que nacen junto al cante que se duele, requemado y necesitado de grito, en las noches a solas con la luna o el silencio de Dios?

Ya no muele nada tu molino, Juan. No, porque tú ya no tienes molinos que muelan azúcar, canela y clavo, justo lo que tiene tu gitana. Se han roto las piedras, de tanto aguantar el agua, de tanto moler tus sueños. Por un costado, Lebrija; por otro, Utrera. Y la sangre gitana, dentro, empujando con la voz del padre. Y la voz cantaora, dentro, amamantada por la madre. No tenías escapatoria, Juan, estabas condenado al cante, al baile, a la guitarra, a lo que fuera, pero al arte flamenco. Pudo ser la guitarra, y te salía cuando bailabas, pero lo gordo, lo eterno, lo que no tenía compañero era aquello que te salía por la boca, muchacho, molido por cien piedras de raza, machacado por cien piedras que te iban por la sangre como un encargo para ser el más grande. Hoy, como tú decías, «pedirme a mí que te orvíe / es predicá ener desierto…» Si. Como machacar en hierro frío «o queré hablá con los muertos.» Eso es lo que hoy quiere, necesita el Cante: hablar contigo, sentir que es al oír tu voz, tu acento. Ahora que ya no estás, Juan, que nada tienes ya que perder, dinos, ¿de qué dios rubio y oscuro era tu voz? ¿Qué vientos de pena y rabia te abrieron la garganta para que por ella saliera el grito perfecto? No eran tuyos aquellos atributos con los que encendiste, tan altas, las llamaradas del Cante total. No, no era posible. No cabía en aquel muchacho, en aquel hombre. Como nacido todo de un conjuro. Cantabas y confesabas, devolvías a compás la herencia, te vaciabas como un río herido, agonizaba en tu voz una pena condenada a no morir, que no ha muerto, que será eterna, Juan, que tú has hecho eterna.

antoniogbarbeito@gmail.com

Comentarios
0
Comparte esta noticia por correo electrónico

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Reporta un error en esta noticia

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Muchas gracias por tu participación