Diego, ese amigo de toda la vida
Todos sabían que ese general con el 10 en la espalda era el primero en dar el paso al frente y jamás se escondía. No conozco a ningún jugador que hable una sola sílaba de barro contra Maradona
Cuando fui por primera vez a Buenos Aires para hacerle una entrevista, Diego me recibió en su casa con una sonrisa tan profunda que desarmó mi pose protocolaria y rompió el hielo que la responsabilidad recubría mi cuerpo. Me abrazó, me besó en la mejilla, palmeó mi hombro y, como si me conociera de toda la vida, me condujo hasta un gran sofá de terciopelo color vino tinto. Era la primera semana de septiembre de 1992 y el Sevilla del Narigón Bilardo había ganado en Albacete su partido. El argentino se colocó a metro y medio de mí y, con sus ojos brillantes clavados sobre los míos, no dejó de preguntarme sobre Sevilla, sobre el Sevilla, sobre su gente. Diego Armando Maradona era un niño de 31 años (cumplió los 32 en Sevilla, inolvidable fiesta que otro día contaré), que acababa de recibir su mejor regalo: una pelota.
Durante las doce horas que duró el vuelo entre España y la capital argentina me preparé concienzudamente la entrevista; esfuerzo baldío, pues el río de preguntas anotadas en mi libreta se fue diluyendo en el mar de las emociones. Como leones tras un chuletón, se abalanzaron sobre la conversación nuevos datos que me aportaba aquel ídolo de millones de personas, que movía las manos como un director de orquesta, cruzaba las piernas, se mordía las uñas y rascaba su medio melena de rizos de color negro azulado, mientras hablaba y hablaba y yo apuntaba y apuntaba… El caótico momento derivó en un reportaje tan lleno de frescura, que hoy, casi treinta años después, me sigue conmoviendo.
La entrevista o lo que fuera duró no menos de dos horas, entre medias cayeron cocacolas, sandwichitos de queso y jamón y un chorreón de anécdotas y risas sobre Boca, Nápoles, Barcelona, Sevilla… De cuando en cuando yo me pellizcaba el muslo para cerciorarme si era verdad «aquello» y el hipnotizador de multitudes que yo tenía delante no era más que un perfecto remedo de Maradona. Por un momento se me pasó por la cabeza un pensamiento perverso. ¿Se estarán quedando conmigo y el que se encuentra frente a mí, con un chándal de puma multicolor y unas pantuflas tigretón es un primo que se parece a Maradona?
Pero no, se trataba de D10s. Era el mismísimo Diego, rey del fútbol, burlador de los ingleses, campeón del mundo, el que me había recibido como un amigo de toda la vida. Alguien que me brindó su amistad desde ese momento, una amistad que, treinta años después, ahora sé que perdurará siempre.
Criado en una de esas villas miseria que perviven alrededor del Gran Buenos Aires, Diego viene de una familia correntina, gente tribal, donde el cabeza de familia dicta sentencia y la amistad es algo más que una religión que siguen al pie de la letra. Cuando te daba la mano le ponía, como hermoso estribillo, una sonrisa y uno, inmediatamente, lo interpretaba como un salvoconducto que me abría las puertas del inaccesible «mundo Maradona». Y así fue.
Hace unos años, formando parte de una selección argentina de futbito que disputó un torneo en Jerez, tomé café con Diego en el hotel Montecastillo y mi amigo, como cada vez que me veía, me recordaba los momentos vividos en Sevilla. «José Manuel, no sabés cuánto me acuerdo de tu ciudad, qué gente más macanuda y educada. Allí se podía pasear con las nenas por el parque, podías comer en un restaurant sin que la gente te molestara. Nunca fui tan feliz durante aquellos días sevillanos». Y te hablaba después de los chicos (así llamaba a los jugadores del Sevilla), de Nacho Conte, de Pinedita, del Tiburón Prieto, de Monchi… Y lo hacía con una mirada azul de melancolía y un puntito agridulce de tristeza. Tristeza por una aventura programada para un desarrollo de miel y oro, que terminó envuelta en una película con tintes tragicómicos.
Siempre fue el capitán de cualquier tribu, el general con mando en plaza de un vestuario que lo seguía con los ojos vendados y un fervor que nadie se atreve describir, porque muchas palabras se acristalan y otras se visten de manera distinta. ¿Por qué esa fidelidad soldadesca? Porque todos sabían que ese general con el 10 en la espalda era el primero en dar el paso al frente y jamás se escondía y no conozco a ningún jugador que hable una sola sílaba de barro contra Maradona.
He asistido a muchos últimos momentos de mi amigo: en Punta del Este (30 segundos con el corazón perdido), en la casa de su hermana en Palermo, en la operación de una rodilla mal curada, en aquella clínica de las afuera de La Habana, haciendo varias vigilias en aquella clínica suiza donde tuvo algo más que un pie en la otra parte de la vida, pero en todas las borrascas logró ponerse en pie. Creía que era invencible. Ahora, cuando me llamaron, pensé que volvía a ser alguna broma diabólica de sus vecinos Les Luthiers. Pero no, mi amigo se marchó sin despedirse, con su pelota bajo el brazo y unas cuantas gambetas que inventar en sus bolsillos.