Tribuna Abierta
Izquierda de gastrobar
Hasta la felicidad ha sido reinventada en clave profesional y emprendedora
En el ensayo Los límites de lo posible, Alberto Santamaría explica de forma brillante que una de las señas de identidad del neoliberalismo es su condición de pensamiento global, no solo económico sino también (y quizás fundamentalmente) cultural. Territorio, este último, en el que opera con una voracidad inclusiva ciertamente asombrosa, gracias a la cual no solo neutraliza las ideas críticas, sino que las hace suyas después de desnaturalizarlas y convertirlas en afilados argumentos al servicio del mercado.
Santamaría demuestra el modo en que conceptos como la creatividad, el pensamiento crítico, la imaginación o la comunicación, surgidos en el Romanticismo para combatir las ideas racionalistas inspiradas por la Ilustración, han pasado del ideario político al ideario empresarial, tras sufrir un lento vaciado de sus significados y referencias. Un proceso cuya conclusión ha sido una delirante transmutación de la contracultura en una narrativa de naturaleza emprendedora, pródiga en la utilización de conceptos que en su día fueron arietes para «hacer un mundo mejor» y hoy son sin embargo la arquitectura discursiva de un nuevo idealismo que conmina a los individuos no a cambiar la sociedad sino su posición dentro de la sociedad, convenciéndolos de que podrán hacer realidad su sueño (el suyo, individual) si lo persiguen con la suficiente pasión.
Lejos, pues, de excluir de su ideario los valores de la contracultura, lo que ha hecho el neocapitalismo es justo lo contrario: incorporarlos y legitimarse con ellos, después, eso sí, de filtrarlos y conferirles un significado renovado y ajeno por completo al territorio político. «El amor, la imaginación, los afectos, esos espacios alejados de las métricas del mercado, han evolucionado hasta reinsertarse como productos culturales vinculados a las reglas de la producción», describe lúcidamente Santamaría, que incide especialmente en el caso de la creatividad, transformada por la narrativa empresarial en «una habilidad alejada de cualquier conflicto», un «modo de resolución de situaciones empresariales complejas». Podría decirse incluso que el eslogan más emblemático de mayo del 68, el de «la imaginación al poder», ha cobrado hoy realidad, pero no como arma de cambio, sino como «pensamiento lateral» para espolear los negocios.
La de la creatividad no es, en cualquier caso, la única reconversión semántica promovida por el mercado, ni siquiera la más completa. En otros casos, la metamorfosis es tan radical que conceptos que fueron inventados en defensa de los derechos de los trabajadores son hoy los pilares de una narrativa emprendedora que acaba con ellos. La vieja aspiración de flexibilidad para el trabajador ha sido así incorporada a un storytelling empresarial que dinamita la separación de la vida personal y laboral, que presume de conceder trabacaciones a sus empleados (es decir, tiempos de ¿descanso? en los que se sigue produciendo) y que incluso está siendo capaz de convencer a los jóvenes de que lo mejor es ser «nómadas», es decir, profesionales sin vínculos laborales: autónomos y libres (de ser despedidos en cualquier momento).
La imaginación, la creatividad, la pasión, la flexibilidad… los antiguos arietes de la contracultura han sido, en suma, asimilados y fagocitados por el mercado, que ha convertido la vieja heterodoxia (política) en nueva ortodoxia (empresarial). También el feminismo ha sido incorporado por la narrativa capitalista (véase la autoproclamación de feminismo de la presidenta del Santander), verdaderamente hambrienta en la incorporación de causas con apariencia de rebeldía, las cuales reinterpreta a su conveniencia. Una conveniencia que normalmente se traduce no solo en menos seguridad laboral y protección de la vida privada, sino también menor participación política. El ciudadano ha sido desactivado y reemplazado por un individuo que se ve a sí mismo en una doble dimensión empresarial: como cliente y como capital humano.
Hasta la felicidad ha sido reinventada en clave profesional y emprendedora. Hace unas décadas, la mayoría de las series y películas que veíamos se centraban en la vida personal de sus protagonistas. Hoy la nueva narrativa cinematográfica no solo muestra predilección por las tramas relacionadas con los negocios y las vidas profesionales (de empresarios, abogados y médicos) sino que sus héroes son habitualmente ejecutivos sin horarios, entregados espiritualmente a su dedicación laboral, que anteponen por supuesto a su vida personal, convencidos de que a la felicidad se llega trabajando. A la felicidad e incluso al conocimiento, porque en la nueva narrativa empresarial las universidades ya están sobrando (Google y Apple presumen de no mirar los títulos académicos) y, si quieren sobrevivir, deben cambiar por completo de enfoque para dedicarse a formar profesionales competentes (y no ciudadanos cultos e interesados por la vida pública).
Lo más sorprendente, a mi juicio, es que todo esto ha ocurrido con la pasmosa complicidad de la izquierda, que ha asistido primero atónita y luego entusiasta a esa integración mercantilista de los valores de la contracultura y que, instalada en un discurso flácido, ingenuo y buen rollista, en un socialismo de salón, o más bien de gastrobar de gente guapa y alternativa, no sólo ha dejado de luchar por la igualdad social, sino que aplaude confundida esos artefactos legitimadores producidos por el andamiaje cultural del neoliberalismo más agresivo: la precarización laboral a través del emprendimiento, la movilidad obligada de los trabajadores, la empresarialización del conocimiento, la dedicación de la Universidad a impartir estudios interdisciplinares de género y la felicidad de vivir acumulando experiencias (o sea, gastando). Una izquierda irreconocible, desconectada de la cultura de la meritocracia y del valor de la educación como ascensor social y para la participación política. Una izquierda que es cada vez menos una ideología y cada vez más una pose, tan vacía que solo es una contracultura mercantilizada, y tan confundida que sirve a los intereses que tendría que combatir.
Miguel Ángel Robles es consultor y periodista.