El dios maldito
Fuera del campo era un juguete roto, expuesto a una orfandad patética transmitida en vivo sin compasión por su decadencia
A la comparación de Messi con Maradona le falta la variable esencial de las patadas que le pegaron a Diego en un fútbol sin VAR y casi sin cámaras donde centrales malencarados y aviesos practicaban sobre campos de barro la caza implacable del delantero. La ... única vez que unos defensas, los ingleses, intentaron pararlo sin recurrir al derribo acabó marcando el gol del siglo, una obra maestra que jamás habría podido consumar contra un canchero y resabiado equipo argentino. Para los británicos, ese partido fue el de otro gol con la mano que los derrotó violando todas las reglas del juego limpio; para el resto del mundo, el de «la mano de Dios», la apoteosis del genio pícaro acostumbrado, como Ulises, a la ley de la supervivencia del más listo. De algún modo aquel encuentro en México resume los dos polos entre los que Maradona balanceó su destino: la trampa y la gloria, el subterfugio y la excelencia, el escándalo y el prodigio. La dualidad extraviada y refulgente que cinceló su mito. La leyenda del esplendor en la hierba y el lado oscuro de la autodestrucción y la carrera hacia el abismo.
Como con buenas costumbres, según Gide, no se hace buena literatura, el aura de malditismo convirtió al futbolista en el antihéroe de una epopeya, en un símbolo popular rodeado de un permanente barrunto de tragedia. Nunca logró zafarse del halo de predestinación al que parecía abocarlo su infancia de miseria; en los momentos de mayor grandeza se dejaba atrapar por los fantasmas de una orfandad interior que lo empujaba al fracaso con la desalentadora terquedad de una cábala negra. La magia del balón, el talento superdotado que latía en sus piernas, fue insuficiente para redimirlo de la peripecia siniestra que lo arrastró a la ciénaga. Para justificar su desplome moral se victimó en un personaje y un papel de estrambótica rebeldía antisistema que atribuía al resto del mundo la culpa de su propia pérdida. Sólo la pelota lo transformaba en un virtuoso inalcanzable, una deidad moderna capaz de iluminar con relámpagos de belleza las sombras de infortunio que perseguían su estela. Fuera del campo era un juguete roto, desamparado, expuesto a una soledad patética; carnaza de circenses hipérboles mediáticas que le arrebataban la dignidad sin compasión ante su dramática decadencia.
En él se encarnó el verso de Neruda: «Todo en ti fue naufragio». Permitió que la fama y la desaprensión transformasen su infierno personal en un triste espectáculo de locura y caos. Ahora que ya no está quizá acabe el insano jolgorio de sus estragos y resplandezca de nuevo el descomunal arrebato de inspiración que producía oleadas planetarias de entusiasmo. Eso es lo que quedará al cabo de los años: la memoria de un fenómeno carismático que hacía brotar espasmos de felicidad y asombro en los estadios. A nadie le cuadró mejor la palabra que el tópico deportivo ha gastado: astro.
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