Identidades idénticas
Pasear por el centro de cualquier ciudad turística es repetir la misma sensación que unopuede experimentar en Sevilla
No hace mucho, uno caminaba por cualquier ciudad de España, incluso de Europa, y no tenía ojos para asimilar todo lo que veía. Comercios autóctonos con escaparates que nada tenían que ver con los de aquí. Bares donde nos sorprendían olores y ambientes, decoraciones impensables en Sevilla, costumbres a la hora de beber y de comer que contrastaban con las nuestras. A cada paso nos salía un lugareño con su toque indumentario propio. Viajar era sumergirse en otros mundos, aunque todos estuvieran en este. Las fotografías, racionadas para no gastar un dineral en carretes y revelados, eran la demostración palpable de que habíamos estado por ahí.
Ahora todo es distinto. No ha pasado mucho tiempo de aquello. Lo recordamos perfectamente. Ahora todo es lo mismo. Viajar es pasear por otras calles con las mismas franquicias, con los mismos helados, con idénticos yogures, con similares tiendas de ropa o de zapatos. De los recuerdos, para los cursis souvenirs, ni hablamos. Las mismas flamencas y los mismos toritos en las mismas tiendas. No hace falta que estén en Andalucía. En Valencia o en la misma Barcelona se pueden ver. Y la gente los compra y todo.
Pasear por el centro de cualquier ciudad más o menos turística es repetir la misma sensación que uno puede experimentar en Sevilla. Los lugares típicos de antaño, tan criticados por los modernitos del momento, se han ido perdiendo poco a poco. Y los que subsisten están llenos de turistas. Todo está lleno de turistas. Da igual pasear por Venecia o por Santiago de Compostela. Las mismas chanclas y el mismo palo de selfie. Las mismas granizadas en los mismos vasos de plástico y los mismos botellines de agua mineral. Las mismas pizzas al corte, o al taglio, y las mismas hamburguesas con el mismo menú.
Los monumentos resisten como islotes o castillos en medio del tsunami franquiciado. Entre el franquismo y las franquicias vamos aviados… Esas catedrales góticas o esos palacios barrocos se ahogan en el océano del turismo. La masa lo ocupa todo, desde las escalinatas hasta las plazas porticadas, desde los miradores tipo belvedere hasta las callejuelas donde ya no reina el silencio del pasado. Todo se compra, todo se vende, todo se mastica, todo se deglute. De fondo, el ruido de las ruedecitas de las maletas, las conversaciones inanes que reducen una fachada plateresca al qué bonito, un arbotante gótico al qué guay, un retablo barroco al me gusta de Instagram, una imponente iglesia románica al fondo de la foto de Facebook donde lo importante es el tío del selfie.
Y lo peor de todo esto es que no hay forma de librarse de todo esto si uno quiere viajar en verano. Quien lo escribe sabe de lo que habla. Porque un servidor ha sido eso mismo durante estos años, un turista más perdido en la marea de la camiseta y el pantalón corto, del helado callejero y la inevitable foto del aquí ya ha estado el tío. Autocrítica en estado puro. ¿O es que el viajero romántico y cursi va a creerse que está solo en medio de la bulla? Sí, claro…