MEMORIA DE DICIEMBRE
El globo
Un manojo de globos sujetos por un hilo que tú te atas a la muñeca de la memoria, para que no se te escapen al cielo del olvido
Es un muñeco de lana, de tan vestido para que el frío que le ronda no le entre. Abrigo, guantes, bufanda… Es un niño asomado a una ventanilla de lana. Le lagrimean un poco los ojillos, donde los pájaros del frío le habrán aleteado al ir por la calle, pero el niño limpia con parpadeos su mirada y consigue que toda la ciudad le quepa en la instantánea de esos dos ojos que, sin saberlo, van buscando asombros para darle de comer, mucho más tarde, al hombre que le vendrá y que se dolerá de nostalgia. El niño le da una mano a su madre y con la otra sostiene un globo morado, lleno de gas. El niño lleva el globo con el mismo mimo con el que quizá otro día lleve un cirio, una vara de hermano o una bandera deportiva. El globo tiende a subir, pero se queda en un vertical intento de aerostático de bolsillo atado a la muñeca del chiquillo. El globo, si el niño lo soltara, se elevaría por cima de los tejados y, desde la oscuridad de la altura de la noche, observaría la ciudad encendida, como un ciego pájaro de gas. Pero se perdería para siempre. El niño lo sostiene atado para que no se le escape esa burbuja encerrada, vestida de fiesta, como él.
La ciudad pinta sueños de luz y sonidos en las paredes, cine de invierno al relente, y la piedra se torna viva, como ayer se tornaban vivas las sábanas de los patios de los cines de verano. La gente mira la fantasía, la bellísima mentira de luces, y la niñez les regresa como un recuerdo. El niño del globo ha llegado, de la mano de su madre, a las veras donde se agrupa el gentío que, gracias a Dios, sigue asombrándose con la fantasía de la noche, por la que cruzan campanilleros o en la que se instalan habilidosos bailarines o pasan payasos que la necesidad ha vestido en los camerinos de los «clavos ardiendo». Pasan más campanilleros, grupos de gente madura en quienes maduran los viejos sonidos eternos de las calles de diciembre. Observas al niño del globo, que cuida de que no se le escape de su muñeca, en esa tierna cetrería donde el hilo unípede hace imposible que el globo remonte el vuelo, y te das cuenta de que tú llevas de la mano a otro niño, a ti mismo, por estas calles que siempre te parecerán de ayer, por estos días que son un manojo de globos llenos de calor, de luz, de nombres, de frío, de tristeza, de recuerdos… Un manojo de globos sujetos por un hilo que tú te atas a la muñeca de la memoria, para que no se te escapen al cielo del olvido. No sé por qué no te coges de la mano de ese niño del globo, porque aunque pudiera ser tu nieto, venís a tener la misma edad en el corazón.
antoniogbarbeito@gmail.com
Este artículo fue publicado el 24 de diciembre de 2011