TRIBUNA ABIERTA
La estética del poder
Prescindimos del ‘usted’ para hacernos más igualitarios, usamos palabras soeces para demostrar que estamos ‘conectados’ a nuestros interlocutores y relajamos las expresiones verbales para no parecer elitistas

El sufragio universal y la posibilidad de que todos participen en la vida pública, no solo a través del voto, sino ejerciendo la libertad de expresión y a través del derecho a la información, son conquistas políticas y hoy rasgos identitarios de nuestra sociedad occidental ... a los que en ningún modo vamos a renunciar. Sin embargo, en algún momento, esa positiva apertura pública se ha traducido en un proceso de degradación causado por la supremacía del individualismo, el relajamiento de las formas y en igualar por abajo, como dijo en su día el maestro Olivencia. Ello nos ha llevado también a un ‘tuneado’ de la vida pública que ha cambiado especialmente la estética del poder y de su ejercicio.
Por decirlo más claramente, se ha creado un ecosistema de comportamiento alrededor de la representación pública en el que los interlocutores se expresan y comportan de forma ‘natural’ en sus debates o en sus manifestaciones o cuando informan o rinden cuenta a los ciudadanos. Es un proceso inevitable de relajamiento de las formas y por supuesto del mensaje. Así hemos prescindido del ‘usted’ para hacernos más cercanos e igualitarios, usamos palabras soeces o vulgares para demostrar que estamos ‘conectados’ a nuestros interlocutores y relejamos las expresiones verbales para no parecer demasiado ‘formados’ o ‘instruidos’, y por tanto demasiado ‘elitistas’. Estemos en una tertulia o en el estrado del Congreso de los Diputados.
No digo que volvamos a los tiempos donde hablábamos a los profesores de ‘Don’ o nos levantábamos cuando entraban en clases. Lo que sí digo es que se ha perdido la conciencia de respeto a las instituciones a través de la pérdida de las formas. Las formas también son mensaje. Este proceso es global en toda la sociedad. Desde el ciudadano que se expresa en internet, pasando por el experto que se expresa en un foro profesional hasta llegar al representante público que lo hace en su calidad de tal. Se ha olvidado que el propio ejercicio de un determinado rol como arquitecto, médico, abogado… imprime, o debería imprimir, una dignidad que en ningún caso puede desligarse de su función social.
Las formas son especialmente relevantes en el ejercicio del poder y la proyección de la autoridad. Cuando una autoridad degrada con su vocabulario, o con su comportamiento, la dignidad consustancial a su responsabilidad pública, lo que está haciendo no es acercarse al pueblo, sino degenerar la estética del poder. Con nefastas consecuencias para la degeneración estética de toda la sociedad y especialmente de los jóvenes que crecen en ese estilo como referente.
Cuando la vulgaridad se convierte en el canon en las relaciones del poder hacia los ciudadanos, la vulgaridad se convierte también en el canon de las relaciones de los ciudadanos hacia el poder y de los ciudadanos entre ellos. Recuerdo la reprimenda que hace ya unos años el presidente francés Emmanuel Macron propinó a un muchacho adolescente que en un acto oficial le llamó ‘Manu’. No sé si la reacción que tuvo fue la más adecuada, pero en lo que estoy completamente de acuerdo es en que no puede rebajarse la estética del poder, confundiendo la cercanía y sencillez con un comportamiento vulgar. El jefe del Estado, el líder del Gobierno y el de la oposición, y los representantes públicos siempre deben comportarse como tales. Y nosotros los ciudadanos corresponderles en el mismo sentido, en una relación recíproca de respeto de la dignidad del otro.
La dignidad a la que me refiero atañe no solo al vocabulario o al vestuario, sino en general a la forma de comportarse, al respeto institucional de lo que se representa (ejemplaridad pública) y a una cierta lealtad en la manera de relacionarse y de mantener la confidencialidad de conversaciones o deliberaciones que tuvieron lugar a puerta cerrada y que no estaban destinadas a hacerse públicas. Todo eso hace años que se perdió en la vida política, donde las filtraciones interesadas, las grabaciones de incógnito y en general la falta de compostura ya son tónica común. Apena comprobar que esa falta de estética se extiende ya como una mancha de aceite a otras instituciones y organizaciones, incluso a los más altos tribunales de nuestro poder judicial, como el Tribunal Constitucional.
Hartos de ver a nuestro alrededor la crispación entre representantes públicos, se agradecen gobernantes (que los hay) con tonos moderados, con expresiones profesionales entendibles (ver la gestión de la pandemia) y con talante de escucha para entender y no para replicar. Nos falta una reconstrucción de las formas públicas, que imprima altura de miras en los debates, conclusiones en las discusiones y consenso en los problemas comunes como el paro, la exclusión social, la igualdad de oportunidades o el futuro de nuestros ancianos. Todo lo demás será gritar para que no se oiga a nadie. Lamento decir que puede ser demasiado tarde para reaccionar, ya que hay sectores que llevan años contribuyendo a la degradación estética general en el ejercicio de las más altas responsabilidades públicas, con la muy destacable y notoria excepción de la Corona, absolutamente impecable en la persona de Felipe VI.
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