Tribuna abierta
El futuro se llama Esperanza
La Esperanza (y la esperanza) supone confianza, la que da la seguridad que otorga aquello en lo que se cree
Me encanta —a veces lo necesito— abrazar a los amigos con que me encuentro, y llevo nueve meses sin poder hacerlo; el caso es que ese codo contra codo, puño contra puño y, no digamos ya, la mano al pecho, no me satisfacen; es como si me faltara algo, como si el saludo no estuviera rematado.
Disfruto yendo a correr por el parque de María Luisa o por la margen del río y me gusta hacerlo como siempre lo he hecho, sin mascarilla, y resulta que, desde hace algún tiempo, cuando la distancia física con otros corredores o viandantes no es la segura, debo hacer uso de ella, lo que no deja de ser un incordio y creo que algo no demasiado recomendable para la salud del deportista.
También me gusta ir los jueves a mi hermandad, oír misa y tener después un rato de convivencia con los hermanos y esta actividad —entre aforamientos y prohibiciones— se encuentra limitada desde hace algún tiempo por lo que esa necesaria convivencia, ese imperioso contacto se resiente, como se resienten el resto de actividades cotidianas de la Iglesia, a pesar de los denodados esfuerzos de ésta para que tal cosa no suceda.
Así mismo, por referirme a las grandes fiestas locales, echo de menos los pasos en la calle en Semana Santa y me agrada que la gente pueda peregrinar al Rocío o disfrute de la Feria y, con este próximo, ya serán dos años consecutivos privados de estas celebraciones en plenitud.
El propio trabajo, las condiciones en que se desarrolla no son las mismas; entre distancias físicas, mascarillas, lavados de manos, mamparas, reticencias a la cercanía y reparos hasta para compartir un bolígrafo o un folio, la cosa ha cambiado; como digo, no es lo mismo.
Pues bien, a pesar de esto que cuento, no quiero dejar de pasar esta oportunidad para decir que la situación cambiará, y que lo hará más pronto que tarde, y que todo lo pasado será recordado como un mal sueño, y que la vida volverá a ser como antes, para lo bueno y para lo malo (no creo que hayamos aprendido nada de esta experiencia en cuanto a prevalencia de valores o limitación de la condición humana y, si lo hubiéramos hecho, lo olvidaremos pronto).
Y volverá el bullicio a nuestras calles, con turistas incluidos (benditos turistas), la bulla se hará presente en nuestras fiestas; los comercios, bares y restaurantes se llenarán de nuevo. Los viajes regresarán, las agencias de viajes resucitarán, la economía y el empleo resurgirán, los templos y la Iglesia en general recobrarán su pulso normal. La Navidad se celebrará como siempre se hizo y los trabajos volverán a desarrollarse de igual forma, con una habitualidad rota únicamente por el denominado teletrabajo que, como suelen decir los que van a las tertulias radiofónicas o televisivas, parece que ha llegado para quedarse.
Palabras y expresiones tales como estado de alarma, pandemia, mascarilla, confinamiento, cuarentena, test serológico, PCR, retrovirales, covid-19, FFP2, coronavirus, desescalada, IGG e IGM, etc, con el transcurso del tiempo pasarán, si no al ostracismo, sí a ser usadas de forma residual, porque la real normalidad habrá llegado también para ellas.
Estamos en Adviento y la Esperanza se hace más presente aún en nuestras vidas, una Esperanza —ya sea la que se escribe con mayúsculas o la que se hace con minúsculas— que supone algo más que un mero optimismo, estado anímico que no cabe duda favorece y beneficia a los que lo disfrutan, pero que no deja de ser eso, un estado de ánimo o predisposición para afrontar la vida en general, no exenta de voluntarismo. La Esperanza (y la esperanza) supone confianza, la que da la seguridad que otorga aquello en lo que se cree, en aquello que se manifiesta, la genera y la sostiene. En definitiva, se sustenta sobre algo tangible, aunque sólo sea de forma espiritual. Precisamente la esperanza cobra virtualidad en momentos como los que se viven de desaliento o desánimo, en situaciones convulsas, poco pacíficas o no apacibles.
Creo que, con independencia de las razones y motivos que tenemos los cristianos para vivir la Esperanza (es espera y a la vez búsqueda), que no son pocos, los hay también para pensar que este virus que nos asola va a dejar de hacerlo pronto. Para que esto ocurra, hay miles de personas técnicas y científicas luchando denodadamente por conseguirlo; las inversiones en clave de esfuerzo humano y económico han sido y siguen siendo grandes, parece que las vacunas que se anuncian son una realidad inmediata y existe una predisposición general para lograr el fin ansiado.
Quizá el título que encabeza este artículo nos pueda sugerir que si el futuro es esperanza el presente no podría ser otra cosa que desesperación (su auténtico antónimo), resignación o paciencia y, hasta cierto punto, no nos equivocaríamos si así pensáramos; pero, también quizá, podría concluirse que ha de ser ese presente el que deba ser llamado Esperanza (o esperanza), porque ésta es algo que se vive hoy, aunque no se disfrute hasta mañana.
FRANCISCO BERJANO ARENADO ES MAGISTRADO DE PRIMERA INSTANCIA