NO DO

Flamenco

Sevilla será la capital del cante, el centro de un mundo cerrado y abierto, elistista y popular, aristocrático y arrabalero

Francisco Robles

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Por debajo de las luces del escenario late la sombra que acompaña al ser humano desde que existe. Esa sombra es la que nutre la seguiriya del Torre, el Reniego de Tomás, incluso el fandango luminoso de Vallejo. Esa sombra es el filamento invertido de Edison, la raíz que sostiene el árbol genealógico de un arte que se destruye a sí mismo cuando germina. La soleá no va más allá del tercio que la remata. La malagueña agoniza mientras la guitarra rasguea la tierra que la acogerá en su seno. Los tangos se apagan antes de encenderse del todo, porque el cante es irrepetible como la vida. Efímero en la sustancia que lo mantiene en vilo para no dejar por embustera a la copla: El hombre va por la vida / como la piedra en el aire: / esperando la caída.

Antes de Sartre ya había enunciado el existencialismo Demófilo con su recopilación de cantes flamencos. Por debajo de los trajes y sus lunares, del pozo femenino de la guitarra, del compás que nos levanta de la silla y de la desidia, el latido insomne del cante. No le hacen falta mocárabes en la fachada mudéjar que le sirve de escenario, ni adornos en los arreglos que alejan la amenaza del fósil. Al cante no le hace falta nada más que el cante. Dentro de la médula va el jugo que lo mantiene vivo y moribundo a un tiempo, desesperado y fatal, ansioso por vivir y por ganarle la partida a la muerte. Todo de una vez. Con las contradicciones anulándose las unas a las otras para que el final, siempre al final, renazca la rosa de Garcilaso, la mujer imposible de Bécquer, el no sé qué que queda balbuciendo en el verso de San Juan de la Cruz y en la cruz que remata la cabal.

Llega la Bienal a los patios, a los cafés, a Triana y la Alameda, al Barroco romano de san Luis de los Franceses, al Alcázar donde los siglos se van sedimentando como los gañafones de una toná. Llegan los artistas con sus creaciones, con la ilusión del estreno, con el ansia del triunfo. Pero por debajo de todo eso sigue latiendo ese corazón minúsculo y gigantesco al mismo tiempo, el que bombea la sangre de Pastora cuando se peina con el maleficio amarillo de la petenera, el que cuaja en las yeserías que Chacón le aplicaba a la granaína, el que vibra en las gargantas de Caracol y de Mairena, el que endulza la prosa limpia de Marchena.

Sevilla será la capital del cante, el centro de un mundo cerrado y abierto, elitista y popular, aristocrático y arrabalero. Los que vivimos todo esto por dentro, como la soleá de Montesinos que ardía en las cuerdas vocales de Fosforito, sabemos que hay que rebuscar para encontrar ese hueso, esa espina, esa vértebra, ese limón que nos amarga con la corteza de Manuel Machado. Esa soga que se nos lía al cuerpo sin que podamos hacer nada por evitarlo, y que era el amor para el poeta más jondo que han dado los siglos. Y esa sonrisa que nos permite disfrutar de la vida porque se acaba, precisamente porque se acaba. Esa sonrisa ante la tragedia que nos arranca la única palabra que figura en el diccionario universal del flamenco: ole.

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