Fernando Arenzana

Desde Shangai nos llega la foto de la otra realidad, la que es ajena a la farsa universitaria

Fernando Arenzana ABC
Felix Machuca

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Con más frecuencia que la debida y deseada, saltan a los medios, como ansias al cuello, casos indeseables de moral corta y desahogo grande. Y no hay día que nos libremos de estos casos que dibujan, con pulso firme y realista, un perfil nada ventajoso del paisanaje de este país. Cuando no es uno que ha trinchado en el filete del dinero público, aparece otro que entiende que conseguir un trabajo en el país de los parados es una cuestión familiar y no curricular. Y cuando no es esto salta el vitae postizo, el máster de pegamento y medio y el doctorado con un tribunal tan familiar y allegado que solo falta celebrar el día del padre con quien lo preside. Se nos ha dicho infinidad de veces que la salud de una nación se cuida en sus centros universitarios y en los departamentos de investigación. Y que junto a los tramposos y falsetes se multiplican los ejemplos limpios y transparentes. Yo quiero seguir creyendo que es así. Puesto que tampoco faltan casos que me lo desmientan. Quizás la única reserva a mi optimismo la dicte una realidad sospechada: son muchos más los privilegiados por el desahogo que los honestos caballeros del saber. De estos últimos tenemos un buen ramillete dentro y fuera de España. Y a veces, en una de sus vueltas, el mundo nos trae el eco de su fama.

La semana pasada, en plena crisis de los másteres contaminados por la farsa intelectual, nos llegó desde Shangai una de esas fotografías de la otra realidad, ajena al tocino de la obesidad mórbida de los curriculums falseados, de esa realidad que nos hace pensar que todo no puede ser igual. Me refiero a la foto de un sevillano. A uno de aquí que se fue lejos de Nervión para alcanzar la excelencia. Me refiero al doctor en Medicina Fernando Arenzana, hermano del compañero José María Arenzana, que puede ir por la vida vacilando de hermano como otros, más rupestres, presumen de tener un primo en la Junta que asa vacas. Fernando trabaja en Shangai, tiene a sus hijos en París, hermanos y familia en Sevilla y un retiro magnífico en Asilah. Es uno de los más sobresalientes investigadores del Instituto Pasteur. Y tras haber currado media vida en Paris, desde hace unos años es el responsable de ese instituto para la zona de Asia-Pacífico. Además de dirigir el instituto y sus laboratorios, dependiente ahora del Ministerio de Asuntos Exteriores, hace pinitos diplomáticos estando presente en saraos donde la tricolor lo necesita, como le pasó recientemente en la feria de la seda en Mongolia.

Al abrir el periódico, la semana pasada, me lo encontré fotografiado entre 30 o 40 extranjeros en la gran capital económica china, recogiendo el premio Magnolia a los foráneos más destacados del año. Un premio que reconoce la aportación que se hace a la sociedad por destacados personajes de la empresa, el deporte, la medicina… En definitiva, gente que suma, que da, que ofrece y que se lleva a su casa la satisfacción de servicio. Nuestro hombre en Shangai sigue vinculado estrechamente al terruño. Y está al día de lo que pasa y ocurre entre nosotros. Se interesa por el cierre del 1 de San Román, por saber si dan agua para la feria y le encarga a Pepe Arenzana, de vez en vez, que le busque objetos domésticos de un pretérito que se llevó el viento de la modernidad. Por ejemplo, máquinas de coser Singer. Allí se han puesto de moda como objetos de decoración privado. También lo está el jamón «Joselito», por el que se paga noventa pavos por cien gramos al vacío. Cuando den con los langostinos de Sanlúcar nos tendremos que apuntar al camarón de Coria. Da gusto saber que a Fernando Arenzana le dan el Magnolia de Shangai. Todavía estamos a tiempo de reconocerle su brillante carrerón con una medalla de Andalucía, sin que haya peligro de que cante su curriculum o de el mitin su tesis. Pero me da el pálpito de que se nos adelantan los chinos o los franceses. ¿Se apuestan algo?

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