Feliz año

Sean lo que quieran ser. Pero sean felices. A pesar de los pesares

Felix Machuca

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Embotello en vidrio de bacará la kasida del vino de don Joaquín Romero Murube para pimplármela del tirón con todos ustedes, mis amigos, mi sustento, a los que le debo las letras de mis artículos y a los que les regalo, de vez en vez, la sangre con la que escribo. En esa botella baila como un barquito en el mar el vino precioso de la amistad y, como decía el poeta del Alcázar, a veces, yo siento junto a mí un ángel cantando. ¿Ustedes no? Yo hay veces que también lo siento aunque este año se nos llevara para el cielo a aquel ángel negro llamado Chuck Berry, el mismo que nos dejó dicho alguna vez en una canción inflamada que conoció a Johnny B. Good, aquel chico perdido en la profundidad de un bosque de Nueva Orleans, analfabeto de letras y números, pero que tocaba la guitarra como si fuera una campana. Chuck se nos fue. Pero nos dejó tanto en su larga e intensa vida que, en su epitafio, yo le hubiera tangado a Frank Sinatra aquella estrofa tan vitalista, tan llena de esperanza: Tú me haces sentir tan joven como si, de repente, fuera primavera. Y es invierno, amigos, invierno cerrado, con Bruno dando por saco a base de viento, frío y agua, como canta Mercé que hicieron los caminos de Belén, sacando a pasear el villancico hecho bandera de su Gloria. ¿Cómo va esa botella donde Murube escanció tanta y sublime delicadeza?

Aún queda, aún nos queda vino para seguir esta melopea sobria de canto a la amistad, con las letras de canciones que nos besaron o nos hirieron, para que Tracy Chapmann nos revelara que un hombre solo tiene su alma y debería poner atención a quién se la vende. Casi siempre, amigos, caemos en la tentación de vendérsela al dinero, al boniato de la corrupción, a la mierda del egoísmo. Pero de vez en vez, como no somos perfectos, acertamos y ponemos nuestra alma en las manos que nos requieren, que nos acarician, que nos sacan a empujones de la soledad. A esas manos que vuelven nardos la verdina; que son capaces de hacernos llenar un pantano con la humedad de su risa. Y es entonces cuando me arranco por Joaquín Sabina, que de beberse el mundo lo destila encanalladamente en sus canciones, para cantarle que no, que cuando el alma no se deja en un compraventa de oro y plata usada, hay un tranvía que te saca del barrio triste y sin primavera de la calle Melancolía, para que te encuentres con lo mejor de la vida y no te sientas perdido como un santo sin paraíso, como el ojo de un maniquí.

Que vivan Los Palacios del poeta, el Alcázar donde soñaba con ser sultán, que viva la kasida del vino que nos está engloriando esta mañana de inocentes para que uno siga sintiendo junto a la yema de sus dedos un ángel cantando. Esta vez por Camarón. Camarón, ese cachorro doliente, ese crucificado expirante, ese rostro conquistado por las leyendas de su tiempo, cantándonos las penas de otro que, quizás, fueran sus penas: qué pena más grande tiene/ay aquel que ha visto y no ve… Eso le pasó a Eric Clapton con su hijo, que se le fue al cielo inesperadamente, ganándole la carrera al ciclo natural de la vida, cuyo laurel es amargo, ácido e insoportable de sobrellevar. Dejar de ver a tu hijo solo te puede llevar a preguntarte lo que se preguntaba Clapton en una canción póstuma dedicada a su vástago: ¿Me ayudarías a mantenerme en pie si te vieras en el cielo? El final de las botellas más caras siempre tiene un posillo de cálida añoranza, de irremediable tristeza. Por eso vamos a estrellar esta y a descorchar la próxima para desearos, amigos, un año pleno y vistoso, haciendo nuestro lo que canta Izal pensando en Copacabana. Ahí lleváis un vaso de ron de caña que resucita a un pirata: al resto del mundo deseo éxitos en la batalla, pensar despacio, querernos deprisa para caminar con la frente alta. Aunque, como Fito, tengamos que empezar la casa por el tejado. Sean lo que quieran ser. Pero sean felices. A pesar de tantos pesares…

Feliz año

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