Es el virus, estúpido
Se han preocupado más de la congestión ideológica que de la buena gestión política
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Durante la campaña electoral de 1992, el equipo de Clinton, aquel chico al que le tocaban la armónica en el despacho oval, hizo fortuna un latiguillo para desmontar las argucias políticas de Bush. «Es la economía, estúpido», decían para abrir los ojos de millones de ... votantes y, de camino, poner en entredicho la capacidad del equipo de Bush para detectar el problema más acuciante que tenía la sociedad norteamericana. Mutatis mutandis, en España, la realidad de los hechos acaba de rescatar aquel mantra para que un país en llamas pandémicas, entienda que el adversario político, sea quien sea, no es el enemigo a batir en esta guerra. Es el virus, estúpido. El único enemigo para batir en esta segunda ola que ya es un hecho y que llegó, pese a las predicciones de los cabezas de huevo que nos gestionan, mucho antes de otoño. Alguna vez, si no hay navajas que lo impidan, habría que buscar la vía jurídica más efectiva para que se llevaran un cosqui los chorlitos que aseguraron, sobre presuntas bases científicas, que el bicho había sido derrotado, que la ciudadanía podría disfrutar en las calles sin restricciones y que el calor hispano acabaría rematando al Covid. Argumentos todos legendarios que superan, en su estupidez, la receta a base de lejía del señor Trump. Pero volvamos a nuestros estúpidos. A esos que gestionan la nación en sus diferentes articulaciones institucionales y que, guiados por una ceguera enloquecida, se dedicaron a imitar los garrotazos de los dos batuecos que pintó Goya, creyendo que nuestro enemigo era su adversario político, concediéndoles un armisticio de penosas y dolorosas consecuencias al bicho.
En Madrid, foco de una escalada de contagios trepidante, no menor que en otras comunidades españolas que empezaron a padecerlas en el mes de agosto, pero que no se convirtieron en foco de medios, tertulias y descarga artillera para sus gobiernos respectivos, acaba de escenificarse un tratado de paz y no agresión. Parece que los chicos han entendido lo de que el enemigo es el bicho, tontorrones. Y han creado, dicen, un espacio de colaboración para luchar contra lo que creyeron haber vencido. Ese espacio de colaboración es un insulto al buen gobierno y a la racionalidad política porque, a buenas horas mangas verdes, ya debería estar creado, engrasado y funcionando desde hace meses. En ese espacio de colaboración se deberían haber invertido las energías de la lucha ideológica y la imaginación que brilla por su ausencia en el tratamiento de la pandemia. En ese espacio de colaboración, a nivel nacional, se debería haber previsto la presión infernal a la que están sometidos los centros de atención primaria que ya rozan el colapso; haber buscado debajo de las piedras universitarias los médicos que nos faltan; darle cabida a la razón para entender que los aeropuertos son áreas libres de Covid y puede pasar hasta el Tato sin tan siquiera tomarle la temperatura; que hay más rastreadores en una película de J. Ford que los que se encargan de la trazabilidad de los contagiados; que con mono color butano se castigara en el corredor de la vergüenza la gravedad penal, si no hay navaja que me corte la idea, de que el virus hubiese entrado otra vez en las residencias de ancianos, de discapacitados y de estudiantes.
Se han preocupado más de la congestión ideológica que de la gestión política. Y los resultados están ahí. España tiene la capital con peores números de Europa y un gobierno central que ha cosechado los números más nefastos en la gestión de la pandemia. Estaban entregados a buscar el enemigo de los españoles en el contrario político. Pobres ilusos. Y pobres de nosotros. Que, aún frio el champán del tratado de paz y no agresión que se firmó el lunes en Madrid, ese mismo día, el ministro Castells ponía a prueba la inmunidad a la estupidez del acuerdo, acusando al gobierno autónomo de Madrid de ser clasista por confinar siete barrios de la capital. Podría seguir perdido como lo ha estado todo el verano, quizás dando con la clave última de los números primos, que en el caso que nos ocupa somos los casi cuarenta millones de españoles que hemos vivido y sobrevivido a la tiranía de la estupidez. Me recordaba el otro día el catedrático Genaro Chic a William Shakespeare, citándolo: «Tiempos de calamidad, cuando los locos guían a los ciegos». Y un terrible escalofrío me recorrió el cuerpo.
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