Luis León
Mandaba como un brigada. Pero fue un peluche disfrazado de León
Me dijo, en una entrevista hace unos años, justo cuando los hermanos costaleros del Amor y la Macarena le daban un homenaje en La Raza, que cuando abría las puertas del armario y veía el terno que se puso la última noche que pasó con ... Ella, se le venía el mundo a los pies, no podía embridar sus sentimientos y las lágrimas le afloraban como cuando se ponía a mirarla embelesado, pidiéndole, rogándole que Sevilla se llenara de Esperanza. La Esperanza de los mortales, como reza la leyenda del Arco. Veía aquel traje de chaqueta, con chorreones de cera cayendo en cascada desde los hombros a los pantalones, y oía la banda sonora de su vida y su misma vida dentro del terno. Todo lo más grande que había sentido, vivido y cifrado en los pellejos del alma, se escondieron allí, entre las costuras de los recuerdos y los botones que abrochaban su entrega absoluta. El dueño del dragón del palio universal macareno lo tocó por última vez aquella noche. Y cuando llegó a su casa, se tiró al suelo, se puso a llorar y a implorarle a la Virgen que lo perdonara que, aunque ya no tenía fuerzas para sacarla a pasear por Sevilla, la llevaba siempre dentro de su corazón...
Luis León cuando sacaba a su Señora de paseo, desde la Resolana a la calle Feria, desde la basílica a Sor Ángela, era el hombre más poderoso de la tierra, un rey de reyes consciente de lo que llevaba en aquel altar de la reina de los cielos. Y ya podían bajarse del escudo Fernando de Castilla, San Isidoro y San Leandro. Y si queréis le sumamos Alfonso X y Pedro I. Que a los respiraderos del paso se acercaba quien él quería. Quien de verdad lo necesitaba. Y una vez, me contó, le acercaron a un niño tetrapléjico, para que le dijera al dragón, como en un cuento infantil, que levantara aquella montaña de luz, flores, cera, oro y esmeraldas en anhelo de Esperanza. Pero el chiquito no movía las manos. Luis se la cogió, le dio un pellizco de ternura y la montaña mágica del Arco se levantó majestuosa, imperial, conmoviendo con su divina majestad los corazones de aquellos padres que necesitaban el Amor de Dios y la Esperanza de su madre. Luis, con palabras entrecortadas, me confesó que el calor de aquella manita nunca dejó de sentirlo, grabado sobre su piel como si fuera su primer beso.
No soportaba el número trece. Y en una convidá que le dieron en casa Román los macarenos que le guardaban ley, tuvieron que buscar a un camarero para que comiera con ellos y así deshacer el entuerto del bajío de trece comensales. Antonio Castro lo recuerda divinamente. En alguna ocasión, los niños del costal, que lo respetaban y veneraban, llevaron la jaula hasta la calle Relator, por donde las lápidas de mármol. Creo que todavía se está acordando de los padres de los niños. De esos niños a los que, en el homenaje arriba citado, les confesó que sin ellos él sería una mierda. En la soberbia de sus órdenes de brigada se escondía la humildad de un peluche llamado León. Y daba gloria oírlo mandar. Saco de esa entrevista algunas frases de su jerga macarena con fonética de Parras y acentos de capataces viejos de fotos desconchadas. Afinen el oído y cojan el programa de los sentimientos porque pasa la Macarena siguiendo las palabras de Luis León: «Oído, arriostrase, arrimarse a los costeros, irse aguantando como ustedes sabéis, óle los huevos verdes, atento a lo que se manda, callarse la boca, las caídas del palio que besen los varales, al cielo, por los macarenos que están en el cielo…» Por Luis León, que anda ya llamando a voces por la gloria a su Señora, prometiéndole que lleva al tinte el traje para bien maqueao asomarse a los balcones del cielo…
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